Opinión taurina

Consideraciones en torno al Califato

Finito de Córdoba en la plaza de toros de Nimes.

Finito de Córdoba en la plaza de toros de Nimes. / Philippe Gil Mir

Cierto es que Lagartijo el Grande trajo al toreo la elegancia, el estilismo y la estética. El hacer del toreo algo bello y distinto a lo que hasta su advenimiento se estilaba. Lagartijo marcó unas normas, un camino, una línea diferente al toreo de su tiempo. Hasta su aparición, salvo la excepción de algún espada de corte estilista, caso de Cayetano Sanz, la lidia era ruda y primigenia. La estocada era el fin principal, como cada tarde ponía en liza su rival, el granadino Frascuelo, con quien vivió y compartió aquellos años de gloria conformando dos polos totalmente opuestos.

El adorno era algo accesorio. De ahí la importancia de Lagartijo. Con su tauromaquia se inicia la búsqueda de la belleza y la estética. Por eso Lagartijo sorprendió a sus coetáneos y por ello Mariano de Cavia lo coronó como Califa.

Tras su retirada, el clamor popular elevó al Califato torero a Rafael Guerra Guerrita, discípulo aventajado de Lagartijo, que además de continuar la senda iniciada por su predecesor estaba dotado de un conocimiento del oficio total, lo que hacía que su tauromaquia fuese plena, dominando todo lo que ocurría sobre el ruedo.

Su poder sobre la arena se amplió fuera de las plazas, siendo monarca absoluto sin rival alguno del toreo de su tiempo. Su supremacía no le fue perdonada por los públicos. Su dominio era exultante y, hastiado por las exigencias de la afición, abandonó los ruedos de forma prematura.

Rafael González Machaquito, tal vez el último torero representante del toreo más primigenio, fue sucesor para muchos de Guerrita en el Califato. Un torero cabal, valiente y gran estoqueador. Convivió con grandes espadas y también con uno de los toros más grandes y rudos de la historia del toreo.

La contundencia de su espada y la gesta acaecida en Hinojosa del Duque donde, tras el desplome del tendido, dio muerte certeramente al toro evitando una desgracia mayor, hicieron que se le reconociese con el apelativo de Califa.

Años tuvieron que transcurrir hasta la llegada del siguiente Califa. Manuel Rodríguez Sánchez Manolete pronto se hace acreedor de tal honor. Su toreo, continuador del estilismo de Lagartijo y la sapiencia de Guerrita, es también la culminación de lo apuntado por Joselito y Belmonte en la Edad de Oro del toreo.

Manolete es el vértice de la pirámide. Con él y su tauromaquia se cierra el toreo tal y como hoy lo conocemos. Su personalidad, única y arrebatadora, adereza aún más su vitola de figura. Su trágica muerte en Linares le convierte en mito. En pocos años, nueve para ser más exactos, Manolete regenta el toreo de forma solitaria marcando una época única.

La heterodoxia y un magnetismo especial hicieron de Manuel Benítez El Cordobés un fenómeno dentro y fuera de las plazas. En el ruedo, su valor y su capacidad asombraban a los públicos. Su prodigiosa mano izquierda terminó de convencer a los más puristas. Fue un fenómeno social en toda regla y dispuso cuanto quiso en la fiesta. En época de grandiosos toreros, Benítez los nublaba con ese don de los elegidos. El Ayuntamiento de Córdoba, en un acto sin precedente alguno, lo nombró Califa del toreo, siendo así el primer torero que, aparte del clamor popular, tuvo el reconocimiento de la institución municipal.

Hoy se comienza a hablar del sexto califato. Cierto es que no hay unanimidad. Córdoba, tan proclive a crear ídolos que después destroza, hoy es ambigua. Los tiempos cambian. No estamos en el último tercio del siglo XIX. Tampoco en los principios del siglo XX. No vivimos ninguna postguerra, ni tampoco años de desarrollo.

Son tiempos distintos. El toreo ha cambiado y los toreros también. A muchos se les erizan los vellos cuando se habla de nombrar a Finito de Córdoba Califa del toreo. Otros se muestran escépticos. El toreo siempre fue de contrastes, de opiniones encontradas. Estamos inmersos en una sociedad que vive intensamente.

Muchos piensan que Finito de Córdoba no puede optar al Califato por diversas razones. Unos argumentan que no es cordobés de nacimiento, pero está claro que uno no es de donde nace, sino de donde pace, y Juan Serrano lleva paseando el nombre de la ciudad por todo el planeta toro desde hace más de treinta años.

Otros arguyen que no ha mandado en el toreo de su época, pero hay que hacerse la siguiente pregunta: ¿Quién manda hoy en el toreo? La respuesta no es otra que nadie que se viste de luces lo hace. El toreo está gobernado por los trust empresariales que dominan la fiesta en nuestros días.

Finito de Córdoba es el torero más longevo que ha dado Córdoba; en ocasiones, en algunas campañas superando el centenar de actuaciones y quedando entre los diez primeros del escalafón. Es un torero que movilizó una ciudad y despertó una afición dormida; un espada que hizo que se fletaran trenes y hasta aviones para ser testigo de sus actuaciones, las de un torero que ha triunfado en las plazas más importantes del mundo de los toros. Un matador con una tauromaquia plena, ortodoxa, preñada de clasicismo, con un capote privilegiado y una muleta que es guante de hierro y seda a la vez.

Sus detractores censurarán el uso de la espada, pero no hay que obviar que se ha hecho acreedor algunas ocasiones con premios a la mejor estocada en diversas ferias. Avales los tiene. Los años le han dotado de un poso admirable, que es reconocido por compañeros y profesionales.

El torero merece un reconocimiento de su tierra y de su público. Si no es ahora, que sea la historia y el clamor de la afición quien lo haga, pero lo que está claro es que Finito de Córdoba ha marcado una etapa importante en la historia del toreo de esta ciudad califal, de ahí que sea un serio aspirante al Califato.

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