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Blanco y verde, Córdoba

  • El medio centenar de desplazados aguanta el vendaval amarillo, se recrea con el gol de Uli y vive su particular fiesta. La afición local hace el pasillo a los cordobesistas al salir.

Estaba escrito que había que hacer un esfuerzo por estar en la isla, por acompañar al equipo en el partido más importante de sus 60 años de historia. Fuera en avión, en barco o en hidropedal. Pero Gran Canaria tenía que teñirse de blanco y verde, si no a la entrada, a la salida. Apenas un centenar de aficionados pudo viajar finalmente, pero el recuerdo que se llevan en la memoria no se lo quita ya nadie. Fueron colocados en una esquina de tribuna, engullidos entre la marea amarilla que poblaba el estadio. Desde allí animaron a pesar de que sus cánticos apenas podían oírse, desde sus asientos aguantaron estoicamente tras el 1-0 y, sobre todo, la invasión final de la hinchada local que presagiaba un nuevo final desangelado. Pero no fue así. La historia hizo el guiño que el cordobesismo llevaba esperando tanto tiempo y su esfuerzo mereció la pena. Vaya si lo mereció.

Con el lío que había montado sobre el césped, con la segunda invasión de seguidores canarios, los jugadores del Córdoba apenas si pudieron celebrar el ascenso sobre el césped. Se metieron rápido en el túnel de vestuarios y allí armaron el fiestón padre. Todos se colocaron una camiseta con la leyenda "Hemos vuelto, somos de Primera" y saltaron, cantaron, rieron y lloraron. Pero les faltaba cumplir con los suyos, con los que los han arropado en las buenas y en las malas, esos que tampoco iban a dejarlos solos en Gran Canaria.

Casi una hora después del final del partido, y con el estadio ya prácticamente vacío, la plantilla volvió al verde. Allí se hicieron fotos para el recuerdo, mantearon a Albert Ferrer y se acercaron a rendir tributo a los aficionados que habían regresado a las gradas esperando ese momento. Porque otros ya se habían marchado, con una salida espectacular en la que la afición amarilla, señora, les hizo hasta el pasillo. Un gesto de caballerosidad al que hay que unir lo poco que tardaron en criticar a los propios compañeros que provocaron la paralización del encuentro con su invasión al terreno de juego. Un final inesperado, pero que agranda la historia del cordobesismo.

Porque nadie hubiera escrito un guión así de dramático. Sobre todo viendo cómo amaneció Gran Canaria, inundada de tonalidades amarillas. La tranquilidad del día anterior dio paso con el paso de las horas a un ambientazo de auténtico lujo. Porque Las Palmas lo tenía a huevo y eso lo sabían todos y cada uno de sus aficionados. Partido de vuelta en casa, con un lleno hasta la bola en el estadio, ante un rival que no sólo no te ganó ninguno de los tres partidos anteriores, sino que tampoco te marcó, que era la condición indispensable para este último partido. Ni el mejor de los guionistas canarios podía haberlo planeado mejor.

Subir hasta el barrio de Siete Palmas se convirtió en una odisea. La isla entera quería estar allí junto a los suyos, pero era literalmente imposible. Como tratar de llevarse algo a la boca antes del duelo. La típica pachorra canaria les llevó a verse superados por las expectativas. Bares sin pan, sin cerveza, sin refrescos... y atestados de gente. Una falta de previsión total, como si les viniera muy grande un partido de estas dimensiones. Aunque para falta de tacto la del club insular con la prensa, que tuvo que esperar más de media hora una cola plagada de aficionados amarillos para recibir su acreditación de prensa, mientras un puñado de taquillas permanecían cerradas, lo que sacó de los nervios a más de uno. Sufrir para trabajar, el colmo de los colmos.

Los que sí estuvieron a la altura fueron los aficionados insulares. Espectacular el recibimiento al autocar de Las Palmas a su llegada a las inmediaciones del Estadio de Gran Canaria. El vehículo era engullido entre la muchedumbre. Todo amarillo. Miedo ante lo que se avecinaba. Y luego todo siguió igual dentro del estadio. Eso sí, la presión no era tanta como se podía imaginar viendo la cantidad de espectadores presentes. Esas pistas de atletismo han hecho mucho daño al fútbol. Si hubiera sido en el viejo Insular la cosa hubiera sido muy distinta.

Sobre todo para el centenar de cordobesistas que tuvieron la suerte de poder estar al lado de su equipo en el epílogo de la temporada, en el partido más importante del CCF en las útimas cuatro décadas. Apenas si se distinguían en el graderío de tribuna, apenas si se les oía ante los cánticos de la hinchada local. Lo que no significa que estuvieran sentados y callados como en la ópera. Todo lo contrario, de pie desde el inicio, bufandas arriba hasta en el himno y gritos de apoyo a los suyos. Un tono de color dentro de una fiesta amarilla que se permitió entonar el Hola Don Pepito, hola Don José.

También hacer la ola, votar recordando las épocas gloriosas del Insular y hasta invadir el campo. Eso provocó que el partido se alargara hasta alcanzar el minuto 100 al estar siete parado. También que los jugadores se fueran por un momento de la batalla y bajaran el nivel de intensidad. Muchos detalles de alegría cuando aún no era oficial el ascenso. Y esa celebración previa tuvo consecuencias. El gol de Uli Dávila trasladó de barrio la fiesta. Primero en Siete Palmas y luego en Las Canteras, fundamentalmente en el hotel que acogía a un equipo que fue recibido con honores por una veintena de aficionados. El amarillo ya no se veía, se fue perdiendo hasta desaparecer, haciendo brillar más que nunca los colores blanco y verde de mi Córdoba en una noche que luego se hizo muy larga. Pero es que un hecho tan grande merece una celebración eterna.

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