Síndrome expresivo 71

Frankenstein, un monstruo en clase de Lengua

Frankenstein, un monstruo en clase de Lengua

Frankenstein, un monstruo en clase de Lengua

Hace unos días, mi amigo Juanma Torrijos me pidió una colaboración para la Escuela de Escritura de Sevilla (EES). En principio, no tenía muy claro la temática específica de la charla ni el formato concreto del encuentro. Solo pretendía que creara un clima favorable a la producción artística y, de paso, que insuflara un poco de ánimo en aquellos alumnos bloqueados en la redacción de su novela.

Por supuesto, acepté de inmediato. Siempre es un placer compartir un rato de mi tiempo con un grupo de amantes de la verdad de las mentiras. Soy consciente de que el aprendizaje del oficio de escritor no es la visita ocasional a un parque de atracciones ni el entretenimiento banal de unos vagos desocupados. La escritura eficaz y elegante precisa de perseverancia y voluntad. Y en este punto, encontré la razón para sentarme delante de unos seres humanos que valoran la cultura como medio fundamental para el desarrollo personal.

Por razones didácticas, Juanma siempre me ruega que no asuste a los alumnos con teorías lingüísticas ni reflexiones gramaticales sesudas solo al alcance de una minoría de especialistas en la materia. En general, le suelo hacer caso al director de la escuela, pero, en esta ocasión, me propuse provocar un poco de pánico entre el auditorio con una propuesta atrevida y provocadora. Ellos esperaban bellas palabras encadenadas. Sin embargo, yo les iba a sorprender con la explicación del “método Frankenstein”. Un título monstruoso con el que Mary Shelley nos sumerge en el apasionante mundo del aprendizaje de los sistemas comunicativos.

Imagina, querido lector, la cara de los alumnos al darse cuenta de que el secreto para construir un mundo de ficción y comunicar sus experiencias y sentimientos estaba explicado en las reflexiones de una criatura indefensa y desgraciada. La pobre creación de Víctor Frankenstein no sabía ni entendía nada de las ciencias de las letras ni de las palabras, pero admiraba el privilegio oral de los seres humanos. Estos contaban con una manera de comunicarse basada en la articulación de sonidos. Y, como han comprendido millones de lectores, gracias a la observación directa y al trabajo diario, el monstruo aprendió que la armonía en la expresión lingüística provocaba en los receptores sentimientos de alegría o dolor, sonrisas o tristeza.

El atrevimiento científico del doctor Frankenstein y la experiencia como profesor de Lengua y Literatura me han enseñado que la mayoría de los humanos no mira a su alrededor en busca de respuestas. Somos así de torpes impenitentes. Es más fácil teclear la pregunta en san Google o esperar a que el iluminado de turno nos muestre el camino correcto de la sabiduría. Una mágica evolución de la humanidad desde las rudas cavernas sin wifi al poder de la inteligencia artificial sin inteligencia. Y, claro está, que un monstruo nos desvele los entresijos del aprendizaje de la expresión oral y escrita no es plato de buen gusto para una especie acostumbrada a dar lecciones al resto de los seres vivos.

No sé si has leído u oído la historia de mi criatura preferida, pero este muerto viviente regresó del otro mundo para mostrarnos la importancia del dominio de los sistemas lingüísticos en las sociedades desarrolladas. Muchos de vosotros os preguntaréis qué lo hace especial frente a nosotros y por qué debemos aprender de él. Pues bien, el monstruo entiende rápidamente que la comprensión de la realidad se basa en el aprendizaje de los signos de expresión. Así, desde un primer momento, se empeña en observar a las personas con las que se cruza en su búsqueda solitaria, analiza en silencio la extraordinaria capacidad de las narraciones de los seres humanos y se concentra en asimilar los mecanismos gramaticales para lograr el milagroso dominio de la comunicación.

¿Se puede superar?

Desde luego, pocos humanos superan las ganas de aprender de la horrenda criatura. El monstruo deforme capta al instante que el dominio de la lengua nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nuestra propia existencia. Es un tipo listo, ya que en la lectura atenta de los textos desarrolla la capacidad de confrontar la realidad exterior con la subjetividad de sus sentimientos. Ya me gustaría a mí que las aulas españolas se llenaran de criaturas monstruosas con tantas ganas de aprender los mecanismos esenciales de la comunicación verbal y no verbal. De los adultos ni hablo. Bastante tienen los pobres con sentarse delante de la pantalla a vocear al iletrado de turno.

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