Un día de recuerdos

Los cementerios de San Rafael y La Salud se llenan de bullicio en una jornada en la que miles de personas, como manda la tradición, visitan las tumbas de sus familiares

Un día de recuerdos
Un día de recuerdos
Ángel Robles

02 de noviembre 2010 - 01:00

Ropa de festivo y ramos de crisantemos. Cal y agua. La tradición se impone en la fiesta de Todos los Santos, un día que aviva los recuerdos y las añoranzas, que incita los reencuentros con quienes ya no están. El ritual comienza desde muy temprano en el cementerio de San Rafael, y a mediodía cuesta abrirse camino en las calles principales. Hay jóvenes que ofrecen a gritos "pintura y escalera", familias en un peregrinaje continuo de una punta a otra del camposanto y escenas de dolor contenido ante los epitafios de quienes se fueron hace poco. En San Rafael conviven los paseantes de festivo con quienes siguen el ritual de llevarle flores frescas a sus difuntos, las familias con sillas plegables para acompañar todo el día a sus seres queridos y los curiosos que llegan atraídos por el bullicio.

A las puertas del camposanto patrullas de policías locales regulan el tráfico, mientras los vendedores de flores y velas intentan hacer su agosto. Aunque la crisis también está presente en el encuentro con el más allá. "Hace unos años se pedía más calidad, y ahora se busca lo barato", recordaba ayer Juan Benito, responsable de viveros Santa Bárbara, con 28 de experiencia en el sector. A ningún viverista se le ocurre ahora, por ejemplo, ofrecer a su clientela orquídeas, una flor exótica de complicado cultivo. Las dificultades económicas mandan, y en este caso los ajustes ayudan a reforzar la tradición. Así que los crisantemos y los claveles son, de nuevo, las flores más demandadas, explica Benito.

En el mercadeo que se genera a las puertas de San Rafael también hay vendedores de velas, ambulantes con infinidad de ramilletes de flores artificiales y loteros, por si alguien quiere probar suerte a la salida del camposanto. "Antes la fiesta de Todos los Santos era otra cosa. Había la misma cantidad de gente, pero se mostraba más respeto", lamentó una vecina septuagenario de La Fuensanta, Carmen Hidalgo. Antes era un día para blanquear las sepulturas, adecentar los enterramientos y, sobre todo, para reencontrarse y revivir la memoria de quienes ya no están. Había "silencio, más respeto", comentaba la mujer mientras recogía agua de una fuente. Ahora los gritos de quienes ofrecen "pintura y escalera" conviven con las conversaciones de los paseantes, con el ajetreo de los más pequeños, las conversaciones por el móvil e incluso con los turistas que no dudan en sacar la cámara de fotos.

En ocasiones se impone el silencio, las oraciones, las conversaciones en voz baja. "Este día es muy importante para nosotros y para todos los gitanos", dice Antonio Hernández, un vecino de San Pedro. Su abuelo descansa en una calle escondida del camposanto cuajada de flores. La familia al completo vela la tumba hasta el anochecer ajena al ajetreo de los alrededores.

"A Dios pertenecemos y a él volveremos", reza en un epitafio de la sección musulmana del cementerio de La Salud, apenas una sucesión de túmulos de tierra y piedras desnudos de flores y ajenos a la festividad de Todos los Santos. Las inscripciones en grafías árabes descansando sobre el suelo contrastan con las cruces altas y los panteones solemnes del resto de un recinto incluido en la ruta europea de camposantos singulares. Y si el parisino Père Lachaise arropa los santuarios de Jim Morrison, líder de The Doors, o de Julio Cortázar, autor de Rayuela, en La Salud es la tumba de Manolete el principal foco de atracción. Cientos de cordobeses buscaron ayer la tumba del cuarto califa del toreo, cuya efigie en mármol descansa tumbada entre los cipreses y el musgo. Tres ramos de claveles rojos, como sangre sobre el mármol blanco, avivan el recuerdo del torero: "Lo mató el toro Islero", contaba un padre a su hija, más pendiente de la nariz aguileña de la estatua, repuesta tras ser cercenada.

A pocos pasos de Manolete descansan los restos de quien fuera su apoderado, José Flores González, Camará. Los cuatro ramos de flores blancas recién colocadas en el panteón son la señal de que su recuerdo pervive en la colectividad. En otros monumentos, el musgo y los ramos marchitos hablan de la memoria barrida por el tiempo. Qué solos se quedan los muertos, cantó Bécquer en una de sus rimas. Entre los angelotes y las cruces fúnebres se yergue el panteón erigido por la marquesa de Conde-Salazar, María del Socorro Conde-Salazar y Acosta. El perfil orgulloso de la noble tallado en un medallón está tocado por una corona: "Debió de ser alguien importante", comenta un anciano ante el panteón, un imponente templete neoclásico cuya robustez debió vivir tiempos mejores. Lo envuelve ahora la hojarasca y el agua empieza a disolver la piedra tallada.

Entre los angelotes y los crucifijos, los monumentos neogóticos y los nichos centenarios, se colaba la música del cuarteto de cuerda Aral. Los músicos, con trajes negros de luto, interpretaron composiciones religiosas que llamaron la atención de los paseantes, aunque pocos se atrevieron a aplaudir. "Ahí va Pablo García Baena, el poeta más importante de Córdoba", indicó un hombre con capa y sombrero cordobés cuando Ángel Moreno, el violín principal, agotaba las últimas notas del Adagio de Albinoni.

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