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Durante el tiempo que pasamos confinados en la pandemia circuló una información que me sorprendió. Como dejamos de salir a la calle, como ya no había bares o parques abiertos, los gorriones lo estaban pasando muy mal. De hecho, se morían de hambre, acostumbrados como estaban a comer de nuestras migas, de los restos de comidas que dejábamos en el suelo y en las mesas. Desde diferentes colectivos, nos animaron a paliar esta situación, y comencé a dejar trocitos de pan en la terraza y en la ventana de mi dormitorio. La hambruna despierta los sentidos, no tardaron en llegar los gorriones a los exteriores de mi vivienda. En pocos segundos, rápidos y eficaces, se hacían con todo el botín, para posteriormente desaparecer hasta el día siguiente. Preparar las migas de pan de los gorriones se convirtió en uno de los “momentos” de mis días durante el confinamiento. Y es que no no tardaron en acostumbrarse a mis horarios y mis movimientos, y apenas unas semanas después ya comían confiados, cerca de mí, sin temor.
Afortunadamente, regresamos a las calles, volvimos a abrir las puertas de nuestras casas. Y eso supuso el dejar de “atender” a los gorriones como hasta entonces, de manera tan fiel y puntual, para hacerlo de manera más anárquica, dependiendo siempre del ritmo y velocidad de cada día. Sin embargo, a pesar de que algunos días no encontraban nada, los gorriones siguieron acudiendo a nuestra cita. Lo descubrí una mañana que escribía en la terraza. Allí estaban, saltarines e inquietos, quise ver cómo me miraban con algo de pena y exigencia. Hasta creí ver como golpeaban sus pequeños picos contra el cristal reclamando mi atención y, sobre todo, algo de pan que poder comer. Ya han pasado más de cuatro años desde entonces, y cada mañana, puntuales, los gorriones siguen esperando el pan que les dejo en la ventana.
No soy especialista en pájaros, no sé nada de gorriones, desconozco su esperanza de vida. Imagino que los ejemplares que se posan en mi ventana ya no son los de 2020, cuando estuvimos confinados en nuestras casas. Con toda seguridad son los primos, los hijos, e incluso los nietos de aquellos primeros gorriones hambrientos a los que alimenté. Sin embargo, en su memoria se ha instalado una alarma heredada que los convoca cada mañana con mi ventana y, sobre todo, con mi pan. Imagino que tienen una ruta de ventanas, parques y bares, igualmente heredada, que recorren cada mañana en busca de alimento. La ruta de la miga, podría ser el título de una telenovela.
Esta imagen de los gorriones me hace pensar, y me traslada a otros ámbitos de nuestras vidas. Cambiemos el pan por cariño, seguridad, alegría, optimismo, tranquilidad, compañía, calma o amor, conseguimos instalarnos en la vida de otras personas, gracias a lo que les ofrecemos y nos ofrecen. En ocasiones, puede que en más de las que quisiéramos, somos nosotros mismos esos gorriones que vamos a buscar unas migas, un trocito de lo que sea, en una baranda o a los pies de una mesa. Saltamos alrededor, nos hacemos notar, queremos ser vistos, para escapar de ese olvido en el que nos sentimos. Seguro que todos hemos sido alguna vez como ese gorrión.
Como los gorriones, también nosotros desarrollamos una memoria que recoge momentos, situaciones, en los que nos hemos sentido atendidos, queridos, abastecidos, acogidos, incluidos. Que formamos parte de algo, no sentirte solo, eso es mucho. Aceptados. Refugiados. No todos son días de abundancia, los hay precarios, carentes de aliento, calor, sin esa miga de pan que puede llegar a ser tan sanadora. Podemos llegar a ser nosotros mismos los que golpeamos el frío y duro cristal con nuestro pico en señal de auxilio. No lo descartemos. Hay días de vino y rosas, algunos con señal de estrechamiento de la calzada, y otros, directamente, con la de prohibido. Por suerte, también existen los semáforos en verde. Cada día tiene su afán, dicen, y puede que también cuente con su propia miga, y hasta con su propia memoria. Quién sabe si tan constante como la de los gorriones.
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