Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Hoteles

A todos los hoteles llegué con un punto de incertidumbre, de inquietud, y también de melancolía. Curioso y feliz. Anhelante

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Durante años, no es que no me gustaran los hoteles, es que los frecuentaba en exceso. Y de todo nos cansamos. Además, los relacionaba con kilómetros y distancia, con estar fuera de casa, lejos de los míos. Recuerdo que coleccionaba lápices y bolígrafos de los hoteles en los que me alojaba. Llené dos latas. Y aún hoy, casi diez años después, sigo encontrando cajas de cerillas, botecitos de gel o calzadores de aquellos hoteles en los que estuve. Recuerdo que tuve que ingeniarme una estrategia para no confundirme de número de habitación, ya que ayer era la 103, hoy la 234 y mañana la que fuera. Con frecuencia, llegaba al hotel de turno ya bien entrada la noche. Era triste registrarse en aquellas recepciones solitarias, en penumbra, y ante aquellos recepcionistas a los que les fastidiaba la cena o el partido de fútbol que pasaban por la televisión. La rutina proseguía con la inspección de la habitación: que no faltara el gel y el papel higiénico, que la almohada no fuera de las muy blandas, tampoco de las muy duras; que hubiera un lápiz o un bolígrafo con el que aumentar la colección; que la luz se pudiera apagar desde la cama, a eso le concedía una especial importancia. Manías, las llaman.

Recuerdo noches de una chocolatina y una cerveza, de sentarme en la cama y tratar de hilvanar un par de frases en el portátil. Noches con el mando a distancia de la tele en la manos, o con una novela o asomado a la ventana, contemplando esas ciudades que me eran extrañas y conocidas al mismo tiempo. Sin embargo, en todos esos hoteles que conocí, no sé si por adaptación o supervivencia, creí sentirme, aunque sólo fuera un minuto, acogido, cómodo, a salvo.

Desde hace años, me encantan los hoteles de otro modo. Tal vez siempre me hayan gustado, pero los asociaba. Las diminutas habitaciones de los hoteles italianos, con esos baños siempre encharcados, consecuencia de esas duchas inventadas por no sé quién. Los enmoquetados hoteles británicos, con sus penumbras y olores tan característicos. Los divertidos y escandalosos hoteles norteamericanos, con esas recepciones que pueden llegar a parecer un after. Los elegantes y añejos hoteles de La Habana; los eléctricos hoteles mexicanos, siempre en constante movimiento, casi en contraposición con los silenciosos hoteles portugueses, donde los susurros se pierden por los pasillos. Han sido muchos los hoteles a lo largo de mi vida, a todos ellos llegué con un punto de incertidumbre, de inquietud, y también de melancolía. Curioso y feliz. Anhelante. Muchos de los mejores días de mi vida han finalizado en un hotel, muy cansado después de haber recorrido varios kilómetros; dando tumbos tras el festival o concierto de marras; eufórico tras la maratoniana celebración o sorprendido tras haber descubierto una nueva ciudad; necesitado, hambriento, colmado de felicidad, la mayoría de las ocasiones. Noches en camas que fueron la mía, la nuestra, por unas horas.

Las estrellas de Hollywood, durante varias décadas, vivieron en hoteles. Era un símbolo de elegancia. El último en hacerlo fue Warren Beatty, que tal vez sea, también, la última estrella de aquel tiempo dorado del cine. No hace tanto leí un reportaje sobre personas que han optado por vivir en un hotel, hasta el punto que los responsables del establecimiento les han "personalizado" su habitación. También encontramos el caso de algún entrenador de fútbol, como el de Irureta en su época al frente del Deportivo de la Coruña. Tal vez el hogar, la casa o como queramos llamarlo, viaje con nosotros allá a donde vayamos, a modo de caracoles de paso ligero. Y en este tiempo chungo que nos ha tocado vivir, también padecer, regresar a los hoteles, cumplir con todos esos rituales del pasado, supone retornar a esa vida que tuvimos. Supone, en gran medida, recuperar parte de lo que fuimos. Hoteles, que en gran medida, son una metáfora de nuestra propia vida, de la fugacidad que marca nuestra existencia, el asumir y aceptar que estamos de paso. Que como los entrenadores de fútbol, lo nuestro es eventual.

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