El habitante
Ricardo Vera
Suresnes
El mundo de ayer
Una de mis anécdotas favoritas sobre el cine tiene lugar en la Francia ocupada por los nazis, en 1940. Poco antes se acababa de estrenar El muelle de las brumas, una de las más importantes películas de uno de los más importantes cineastas franceses, Marcel Carné –autor también de la maravillosa Los niños del paraíso–. A Carné y al pesimismo de este largometraje, sumido en una niebla perpetua, los poderes fácticos le achacaron haber contribuido a la derrota de su país ante los alemanes. Y la brillante respuesta de Carné cerró el debate: “¿Uno culpa al barómetro por el clima?”.
La cultura que pervive lo hace, entre otros motivos, porque es un espejo, fiel o deformado, de su tiempo. La historia la estudiamos a través de las voces de los supervivientes, estén estas alojadas en sus lenguas aún despiertas o en huellas de papel o celuloide. Hay películas que son, por tanto, relevantes, y uno siente además cierta nostalgia por un tiempo en el que una obra de arte podía formar parte del debate público, más allá de morbos chabacanos o polémicas estériles.
El otro día fui a ver a la filmoteca del Cine Doré Rififi, fruto de una generación posterior, pero heredera de cierta atmósfera del cine francés de entreguerras. En este caso Jules Dassin sustituye a Marcel Carné, y Jean Servais, con ese rostro de Drácula trasnochado, suplanta al omnipresente Jean Gabin. El espíritu, no obstante, es el mismo. Porque las guerras no acaban cuando acaban, y si El muelle de las brumas bebía de la angustia de un país que dejaba atrás una guerra para caer en otra, Rififi retrataba un país que aún digería en estómagos vacíos los desastres vividos en los cuarenta.
En esta película de atracos, tan viva hoy como entonces, hay una escena que, alejándose aparentemente de este género, condensa su mensaje como ninguna otra. Jo el Sueco, un padre joven que organiza junto a sus compinches el robo de una joyería, se encuentra en su casa. Su mujer, Louise, postrada en cama, no le quita los ojos de encima. “¿Por qué me miras así?”, dice Jo. “¿Por qué me guardas rencor?” “No te guardo rencor”, dice Louise, “pero hay algo que siempre quise decirte, Jo. Hay niños, millones de niños que han conocido la miseria como tú. ¿Cómo es posible? ¿Qué diferencia hay entre ellos y tú, para que te hayas convertido en un rufián, un tipo duro, y los otros no? Ya sabes mi opinión, Jo; ellos son los duros”.
Hoy es un buen momento para recordarlo. Las guerras no acaban cuando cae el último proyectil. Envenenan muchas vidas que luego crecen torcidas por el odio y la desesperación. Hay que ser muy duro para seguir siendo humano.
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