La palabra hybris, del griego antiguo, se traduce como insolencia, soberbia o desmesura. En la civilización helénica aludía a la falta de control personal, mostrando una infundada superioridad. El neurólogo y ex ministro británico David Owen bautizó con el nombre de síndrome de Hybris (a veces de Hubris o de Hibris) a aquella conducta, habitual en los poderosos, que implica endiosamiento, desconfianza, aislamiento y una férrea seguridad en uno mismo que se transforma en absolutismo. Insiste Owen en que se trata de un trastorno de la personalidad que “padecen muchos responsables de la crisis actual, en especial políticos y banqueros”.

Estudiado igualmente por el psiquiatra Jonathan Davidson, detecta en quien lo padece un poder mesiánico, sin término ni restricciones, que sólo atiende a su criterio obsesivo. Un poder, al tiempo, narcisista, que lo único que mórbidamente busca es un lugar en la historia.

La continua insistencia en darse mucha importancia, el desprecio hacia los demás, a los que no se duda en someter por cualquier vía, una confianza exagerada en las propias fuerzas, lo cual lleva a una imprudencia e impulsividad excesivas, la preocupación enfermiza por la imagen, las excentricidades y el lujo, la prepotencia indisimulada, el convencimiento de que no se han de dar explicaciones a nadie, excepto a los poquísimos que se reconozca con más poder, y el alejamiento progresivo de la realidad son síntomas típicos de este síndrome, casi imposible de evitar por políticos triunfantes de toda nación o por poderosos de cualquier ámbito.

En España, por supuesto, también. Si a la política nos ceñimos, todos los presidentes de nuestra vigente democracia, con la indiscutible salvedad de Calvo-Sotelo, sufrieron y sufren, en mayor o menor grado, tal síndrome, traducido castizamente como “síndrome de la Moncloa”. Del mismo modo, el final de cada cual suele ser semejante: cuando el líder entiende ya que todas sus decisiones son acertadas y, por ende, moralmente válidas, cuando, al ser dueño del poder, se considera dueño de la verdad, se acerca al abismo sin darse cuenta, porque no queda nadie que ose advertírselo. Y al cabo amanece el día en que –lo explica Sergio Ramírez– Némesis llega para restablecer el equilibrio natural, el hybris se deshace en pedazos y el ídolo cae de su pedestal de cera. Pasó siempre y, para la pervivencia de nuestros valores básicos, esperemos que siga gozosamente pasando.

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