¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Objetivo Opus Dei
La Justicia, poder de un Estado democrático y de Derecho, está en crisis. Su funcionamiento práctico provoca un importante nivel de desazón (lentitud comúnmente exasperante, decisiones a veces incomprensibles, ausencia habitual de rendición de cuentas), pero al tiempo es apreciada (y deseada) como garantía esencial de nuestros sistemas y pretendemos tenerla al margen (fingidamente, incluso) de cualquier injerencia. Es un poder del Estado y emana del pueblo, luego quien se siente en el estrado para juzgar nos sirve a nosotros y debe soportar, como sea, que su ejercicio se legitime porque esté conectado de alguna forma con el titular de la soberanía. La conexión podrá ser directa o indirecta, inmediata o mediata, pero ha de existir y ser explicable sin artilugios. Para cerrar el círculo, de Derecho. Crucial. Se trata de que la ley, expresión de la voluntad popular (otra vez, directa o representada), sea el único crisol válido de funcionamiento: el imperio de la ley, el sometimiento a la misma y su aplicación razonable en tribunales, añado yo, mejor con notas aburridas de previsibilidad que contribuyan a la seguridad jurídica.
Hay en México una discusión dura sobre la reforma de su poder judicial, que acaban de aprobar en sede legislativa. Distintas posiciones (políticas y académicas) aparentemente irreconciliables sobre un proceso complejo que, sintéticamente, con todos los errores de apreciación que esta afirmación breve conlleve, supone pasar de un sistema de elección por nombramiento, con más o menos filtros de capacitación técnica, a un sistema de elección popular, también con más o menos hitos de verificación de capacidades. Parece que si crees en la ley has de oponerte y si crees en la democracia defenderlo. En realidad, creo en ambas, ni tanto ni tan calvo.
La elección popular de jueces (rara avis en el mundo, pero avis que vuela –los cantones suizos, algunos territorios en Estados Unidos, Bolivia y otros sistemas híbridos de nombramiento inicial con ratificación popular posterior–) no es causa intrínseca de la devaluación de la Justicia ni de la pérdida de su independencia; tampoco, necesariamente, debilita el principio de legalidad. En todos los sistemas judiciales se constatan intromisiones indeseables, sesgos inconfesados, y acrobacias interpretativas de la ley. Del mismo modo que la elección de diputados no es garantía de eficacia áulica y, al menos, podemos cambiarlos si no nos gustan; abortar la elección de jueces no garantiza su independencia, probidad y ajuste pleno a una ley reconocible, pero, en cambio, nada podemos hacer al respecto si no hay un mínimo sometimiento al escrutinio público. No tiene sentido que una garantía democrática del Estado de Derecho sirva más cuanto menos democrática sea.
México sacude un cesto crítico, casi intocable. Una crisis puede ser una oportunidad. Nada hay sagrado bajo el cielo. Solo la democracia y la ley se le parecen. Indaguemos.
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