La ciudad y los días
Los dos Calvo Sotelo
Tribuna de opinión
Córdoba/Desde hace seis años celebramos este domingo el día de la Palabra de Dios, palabra que nos llega desde la atenta escucha de los escritos de la Biblia. Dios habla de muchas maneras, pero lo que nos quiere decir a todos, lo que considera importante para la humanidad, lo deja por escrito. Como lo haría cualquiera de nosotros. Lo escrito, escrito está, dijo en una ocasión Poncio Pilatos. Las ventajas de la escritura son muchas, ya que las palabras se las lleva el viento. Los Mandamientos de la Ley, que dio Yahvé a Moisés, quedaron grabados en piedra, esculpidos, destinados a durar para siempre.
En una ocasión escuché una definición de los humanos; decía que somos lo que hacemos y lo que hemos leído. Nuestros hechos nos van configurando: los buenos nos hacen buenos y los malos nos empeoran. No es lo que pensamos, lo que decimos, sino lo que hacemos. Quizás sea más difícil entender que, lo que leemos también nos define; lo hace porque los libros, o la ausencia de ellos, dejan huella en nuestro modo de pensar. Contienen ideas que vamos asimilando, son los juncos con los que vamos tejiendo nuestro ideario o de los que carecemos.
Un buen amigo, gran escritor, me preguntó si una de las ideas de un artículo que yo había escrito era mía. Le respondí que literalmente no la había tomado de nadie, pero que, con toda seguridad, la habría leído en algún sitio. Pocos son los pensamientos made in yo. Como la lectura es tan influyente, debemos cuidar mucho lo que leemos. Me comentaron que san Juan Pablo II, gran lector y sabio, nunca cogía un libro sin antes asegurarse de su calidad, se asesoraba en sus lecturas para no perder el tiempo.
Nos dice hoy el Evangelio: “Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura… Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. El Maestro, que es la Palabra hecha hombre, la interpreta con autoridad.
La Biblia contiene la Palabra de Dios, pero hay que saber leerla. El cristianismo no es una religión de libro, como lo es el Islam, nosotros seguimos al Dios vivo, que nos habla por su Hijo, el Verbo. Es verdad que las Escrituras contienen lo que dice Dios, que están inspiradas y no contienen error alguno. Pero no basta con leerlas sin más, mecánicamente, como la IA podría leernos un texto; hace falta leerlas con Dios, bajo su ayuda.
Nos puede servir de ejemplo el proceso de Agustín de Hipona, que se convirtió al escuchar la voz de un niño que repetía canturreando: “Toma, lee; toma, lee”. Cuenta que en ese momento: “Volvió al lugar donde estuvo sentado, en el que había dejado el códice: y dice esta importante frase: Le arrebaté, lo abrí y leí en silencio lo primero que vieron mis ojos”. Es decir, “no en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos”. Al leer esta frase de san Pablo, se le abrieron los ojos y creyó. Anteriormente, a instancias de su madre, había tomado la Biblia y la había leído, pero sin entenderla ni creerla.
La Escritura se lee desde la fe, al calor de la Iglesia y con la compañía de los santos. Es el mismo Dios quien nos habla y, para escucharlo, no basta tener una buena gramática, una atención intelectual. Es necesario un buen corazón; un corazón habla a otro, al nuestro. Hace falta estar bajo el amparo del Espíritu Santo, quien nos lo enseña todo. Hay que tener un corazón humilde, ya que “el soberbio nada sabe”.
Dice el Papa: “El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: "La letra mata, mientras que el Espíritu da vida (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo".
La Sagrada Escritura ocupa un lugar preferencial en la vida del cristiano. En todos los hogares debe estar presente en un sitio privilegiado. Debemos leerla y releerla, meditarla. Como muchos pasajes son oscuros, debido a nuestra poca formación, comencemos por los Evangelios, a su luz se interpretan los demás libros. Acudamos a ediciones de la Biblia que contengan unas buenas notas explicativas y no olvidemos leerlas con humildad, es Dios quien habla.
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