
La ciudad y los días
Carlos Colón
Mascoguarros
Compramos arte para poseer belleza o para que algo nos posea a nosotros? ¿Compramos arte por lo que vemos o por lo que no alcanzamos a comprender del todo? En un mundo donde lo material se acumula con facilidad, ¿por qué sigue habiendo quienes buscan en una obra algo que no se puede medir ni explicar?
Hay pocas preguntas más misteriosas que esta. ¿Por qué compramos arte? ¿Qué nos empuja, qué deseo íntimo se enciende cuando decidimos llevarnos a casa algo que no es útil, pero que nos mira de vuelta como si supiera algo de nosotros que ni siquiera nosotros sabemos?
Comprar arte es lo más parecido a enamorarse. No se hace con la razón, sino con algo que vibra más profundamente. El que compra arte, de verdad, no lo hace para cubrir un hueco en la pared, sino para responder a una necesidad interior difícil de explicar. Es un gesto íntimo, un reconocimiento silencioso: “Esto soy yo”.
Claro, hay quienes compran por inversión, por estatus, por imagen social. Pero incluso esos, aunque lo nieguen, buscan algo parecido: una forma de afirmarse, de dejar rastro, de conectar con algo más grande que ellos mismos. Nadie cuelga una obra en su casa sin la secreta esperanza de que esa imagen hable por ellos. Que diga lo que no saben decir. Que los represente. Que los justifique.
También están quienes ven el arte como una extensión de su decoración. Quienes recorren galerías como si hojeasen un catálogo de interiores. Buscan una obra que encaje con la alfombra, que no desentone con el color de las cortinas, que armonice con el sofá. Como si el arte tuviera que pedir permiso para estar. Como si su valor dependiera de su capacidad para no molestar. La frase “me encanta, pero no pega con el salón” se ha convertido en un filtro estético. Y, paradójicamente, revela algo profundo: incluso cuando creemos estar eligiendo por mera razón, estamos diciendo mucho sobre lo que entendemos del arte y de nosotros mismos.
El arte contemporáneo complica y profundiza esta relación. Porque ya no busca solo agradar ni embellecer. Busca incomodar, provocar, sacudir. El espectador ya no solo contempla, sino que dialoga, se enfrenta, duda. La pintura, que sigue reinando por su potencia visual, ahora comparte espacio con instalaciones, fotografía, performances, piezas digitales, obras efímeras. El arte ya no se deja domesticar tan fácilmente. Y aun así –o quizás por eso mismo– se compra.
Tal vez sea porque, en medio del ruido y la inmediatez, una obra de arte que nos obliga a detenernos, a pensar, a sentir, es un acto de resistencia. Una necesidad. No porque lo entendamos, sino porque nos desafía. Porque donde todo se explica, el arte aún conserva el misterio. Y en ese misterio nos reconocemos.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Carlos Colón
Mascoguarros
En tránsito
Eduardo Jordá
Líneas rojas en el Parlamento
Por montera
Mariló Montero
La cofradía de Sánchez
El balcón
Ignacio Martínez
Feijóo no es Rajoy
Lo último