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En 2026 se cumplirán doscientos años desde que la humanidad logró, por primera vez, fijar la luz. Aquella imagen borrosa obtenida por Joseph Nicéphore Niépce –una ventana, un tejado, una sombra detenida tras horas de exposición– no solo inauguró la fotografía: inauguró una nueva forma de estar en el mundo. Desde entonces, la imagen dejó de ser únicamente memoria o pintura para convertirse en prueba, archivo y extensión de la mirada. Ver ya no sería solo observar, sino también retener.
Durante décadas, fotografiar fue un acto lento, casi solemne. El daguerrotipo exigía inmovilidad; el retrato, paciencia; el laboratorio, oscuridad y tiempo. La imagen era escasa, valiosa, irreversible. Cada fotografía implicaba una elección consciente. Pero la historia de la fotografía es también la historia de su aceleración: del metal al papel, del carrete al sensor, del negativo al píxel. En apenas dos siglos hemos pasado de esperar horas por una imagen a producir millones por segundo, muchas veces sin intención.
Hoy la fotografía ya no se revela, se comparte. Vive en la nube, se consume en segundos, se olvida con la misma rapidez con la que nace. “Escribir con luz”, su definición original, adquiere otro significado cuando la luz ya no deja huella física, sino datos. La imagen deja de ser un testigo silencioso para convertirse en un lenguaje constante que moldea nuestra atención. No solo miramos: organizamos el mundo en forma de imagen.
Ante esta evolución vertiginosa, la pregunta es inevitable. Si la cámara está desapareciendo del bolsillo, ¿desaparecerá también como objeto? ¿Llegará un tiempo en que no haga falta sostener nada entre las manos, en que nuestros propios ojos –aumentados, asistidos, conectados– capturen y archiven lo vivido sin mediación consciente?
Tal vez el futuro de la fotografía no consista en nuevas cámaras, sino en una nueva frontera de la percepción. Porque cuanto más fácil es hacer imágenes, más urgente resulta preguntarse por el sentido de la mirada. Y quizá llegue un momento en que hacer una fotografía no requiera más que un pestañeo, y entonces la verdadera cuestión sea quién decide qué imágenes llegan a existir. Cuando la imagen nazca del parpadeo, ¿seguirá siendo un acto de conciencia o solo el reflejo automático de una mirada que ya no se detiene a pensar?
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