La ciudad y los días
Carlos Colón
Por el bendito nombre que nos reúne
Nunca le dediqué el tiempo suficiente a estudiar mis lecciones de piano. Durante unos años pretendí acceder al grado medio. Iba entonces un día a la semana a casa de Marian, una joven pianista de Los Remedios, e invariablemente, al sentarme a tocar, mis dedos trastabillaban y tentaban las teclas como las manos en una habitación a oscuras.
Tocar un instrumento es un objetivo ambicioso y mucho más arduo de lo que en un principio parece, porque además de darle a la tecla o a la cuerda o al pistón cuando hay que darle, en esta serie coordinada de movimientos participan otros muchos factores que al principio ignoramos: la presión, la cadencia, la dinámica. Estás siempre a punto de hacer estallar una bomba. Cuidas de una flor muy frágil. El mínimo gesto puede arrasar la belleza que construyes y en la que te metes de lleno, como Jonás en la ballena.
Una de las frases con que mi profesora se refería a esta perfección nunca encontrada era esta: “Tienes que pintar una línea en la pared”. Con ello quería decir que, cuando uno conseguía dominar la partitura, el sonido debía ser un único cuerpo, un único movimiento, con su inicio en la primera nota y su final en la última, y en el que uno no pudiera distinguir las costuras e hilvanes que cimentan la música. Las pocas veces que lo conseguí, mi mano iba sola, y el corazón era un pájaro, seguro de no caer, libre de volar por el aire inmenso. En momentos así, las horas pasaban veloces como minutos.
Siempre entendí aquella frase como una paradójica promesa de felicidad. La verdadera libertad nace en la falta de libertad, en los límites, en las dificultades. Triunfan en la música los creativos y los indómitos, pero también los obsesivos, los enfermos, los solitarios: necesitan tiempo y tiempo y tiempo, y dolor y frustración, para arrancar del silencio sus joyas ocultas.
A veces no lo parece. Cuando uno se sienta a escuchar, por ejemplo, las sonatas de Mozart, se adivina en todas la misma mano e intención, como si el papel pautado fuera una batea que basta hundir en el agua de un río para recoger lo que ya existía, dormido en el légamo. Son como esos hermanos que son calcos de su padre y de sí mismos. Se elevan, caen súbitamente, se persiguen, fintan. Son bandadas de vencejos que esconden su dolor. Son pinceladas invisibles que el silencio borra.
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