Tribuna de opinión

Juan Luis Selma

El arte de sanar

La falta del sentido cristiano, el miedo a la cruz y al sacrificio, la ausencia de virtudes y valores hacen que jóvenes y mayores se muevan en un contexto artificial

Un hombre pide a las puertas de una iglesia.

Un hombre pide a las puertas de una iglesia. / El Día

El domingo, al terminar la misa, me abordó un señor notablemente abatido. Me pidió una ayuda para comer, quería algo del Banco de Alimentos. Como tenía que trasladarme rápidamente a otra parroquia, le di una buena limosna y le pregunté qué le pasaba. Me contestó que cosas de la vida y me pidió que le diera un abrazo. Me apretó con todas sus fuerzas y soltó unas conmovedoras lágrimas. Luego intentó devolverme el billete que le había dado. Lo que más necesitaba era cariño, cercanía, consuelo.

¡Cuántos heridos está dejando este progresismo retrógrado! Lo que acabo de relatar es frecuente. Te encuentras con personas lastimadas, amargadas, solitarias. ¡Cuánta razón tiene el Papa al afirmar que la Iglesia debe ser un hospital de campaña evitando que la gente se desangre!

Comentaba un adolescente que sus padres iban a separarse e intentaban consolarle diciendo que no se preocupara, que lo querían mucho. Pensaba él que mucho, mucho no se notaba. Esposos rotos por al abandono del cónyuge. Padres destrozados viendo cómo un hijo se va degradando por las drogas. Los horrores de las guerras, del hambre, de los totalitarismos.

“En cuanto salieron de la sinagoga, fueron a la casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba acostada con fiebre, y enseguida le hablaron de ella. Se acercó, la tomó de la mano y la levantó; le desapareció la fiebre y ella se puso a servirles. Al atardecer, cuando se había puesto el sol, comenzaron a llevarle a todos los enfermos y a los endemoniados. Y toda la ciudad se agolpaba en la puerta. Y curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios”. San Marcos nos relata la acción sanadora de Jesús; los cristianos tenemos el deber de curar heridas, incluso de hacer milagros, para devolver la salud, la dignidad al mundo de hoy.

Es verdad que la medicina ha avanzado mucho, que hay una cobertura social aceptable, que los profesionales de la salud se entregan vocacionalmente. Ahora, que se van a cumplir cuatro años de la pandemia, les podemos recordar y renovar nuestro agradecimiento. Pero no podemos olvidar que la enfermedad, el dolor, las injusticias estarán siempre presentes. No vivimos en el mundo rosa de Barbie.

El arte de sanar no se puede limitar a la ciencia ni a los profesionales de la salud. Hace falta dar sentido al dolor y procurar evitarlo. También podemos avanzar en el acompañamiento del que lo sufre. Todos estamos implicados, todos nos necesitaremos en algún momento. No podemos mirar hacia otro lado.

Consuela mucho no estar solo en los momentos difíciles. Es muy bonito ver cómo acompañamos a los familiares y amigos en los hospitales, en las consultas médicas, en los duelos. Es profundamente cristiano estar junto al que sufre. Escuché en una ocasión que, cuando los ángeles fueron a consolar a Jesús, en su agonía en el Huerto de los olivos, lo que más le alivió fue que le dijeron que su Madre estaría con Él junto a la cruz.

Ayudar a dar sentido al dolor es también un buen servicio, una obra de caridad. El dolor, la frustración, la enfermedad, la muerte son compañeros de camino. Siempre estarán y tienen su función, su sentido. Lo que es un infantilismo es pensar que nunca nos pasará nada, que para ser felices todo tiene que salir a la perfección. Estamos educando en la sobreprotección, saliendo al paso de todos los obstáculos, dando a los niños y jóvenes todo lo que se les antoja. Así les abocamos al fracaso seguro.

Vivimos en una sociedad meliflua, victimista, quejosa. La falta del sentido cristiano, el miedo a la cruz y al sacrificio, la ausencia de virtudes y valores hacen que los jóvenes y, también los mayores, se muevan en un contexto artificial, irreal de las redes sociales. La vida no es así y ni falta hace que lo sea.

En vez de ayudar a superarse, en vez de estar al lado del que lo pasa mal, de buscar soluciones, de luchar por la vida, escondemos la cabeza bajo el ala y nos hacemos la víctima. Culpamos a todo el mundo y nos refugiamos en un montón de nuevas enfermedades. La resiliencia, el umbral de sufrimiento, ha disminuido notablemente.

Hay que procurar evitar el dolor, hay que ir al médico; pero también saber que el sufrimiento nos ayuda a ser humildes, a abrirnos a los demás, a aguantar un poco con la esperanza de que lleguen momentos mejores. El dolor purifica, nos pone en contacto con la realidad; los obstáculos nos hacen fuertes y acrisolan nuestra vida. “El sufrimiento en sí mismo puede esconder un valor secreto y convertirse en un camino de purificación, de liberación interior, de enriquecimiento del alma” decía san Juan Pablo II.

La miseria ajena, el dolor, la pobreza, el desamparo… nos brindan la oportunidad de ser buenos cireneos. Ayudando a llevar las cruces de los demás nos encontraremos con el rostro agradecido de Cristo.

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