Hay algo alucinante en los disparates del caso Rubiales; un éxito mundial ha procurado su desgracia. Hay que ser prepotente y torpe. Si en vez de ganar el campeonato, las futbolistas españolas hubiesen sido eliminadas o hubieran perdido la final no se habría desatado la naturaleza del presidente de la Federación, y ahí seguiría el tío. Por el contrario, con la victoria exhibió su estilo macarra, y su afán de protagonismo le llevó de un desatino a otro. Cuando en el palco presidencial celebró el gol de Olga Carmona agarrándose el paquete, quienes estaban a su izquierda lo miraron perplejos, como quien ve a un extraterrestre.

Pero no, Luis Rubiales no es un extraterrestre, es un perfecto representante del fútbol patrio. De los cuatro presidentes que ha tenido la Federación en democracia sólo uno salió del cargo por las buenas. Para echar a Pablo Porta en 1984, después de nueve años en el cargo, el Gobierno hizo un decreto ex profeso que se retiraría más tarde, limitando a tres los mandatos presidenciales. Ángel María Villar estaba en la cárcel en 2017, cuando fue destituido por el Tribunal Administrativo del Deporte (TAD), tras 29 años de presidente. Rubiales no tiene virtuosos precedentes tampoco en clubes que han dado giles, loperas, delnidos, gaspares y otros personajes nada edificantes.

La irritación nacional se ha multiplicado por la acumulación de escándalos anteriores. Primero, los ingresos de Rubiales: entre el sueldo de la Federación, la asignación como vicepresidente de la UEFA, plus de vivienda y gastos discrecionales con la tarjeta corporativa, supera los 2.500 euros diarios. (No va a renunciar por las buenas a semejante chollo). Después están sus juergas privadas o viajes particulares a costa de la RFEF. Y gestiones nada éticas, como llevarse la Supercopa a Arabia Saudita, con una comisión millonaria para un jugador en activo, más un porcentaje para el propio presidente si jugaban el Madrid y el Barça.

De nuevo el TAD tenía en sus manos la destitución de otro presidente de la Federación. Pero, de momento, no encuentra abuso de poder en su actuación. Aunque abuso y ordinariez ha habido a montones: en la celebración del gol, en el achuchón que le dio a la Reina, cargando como un fardo a Athenea del Castillo como un neandertal agarrándola por los muslos, cuando se subió a horcajadas encima de Jenni Hermoso y luego la besó, insultando a quienes le criticaban, cuando llevó a sus hijas y a su padre a una asamblea de la Federación, o en la escena puro Almodóvar en la que utiliza a su madre y a su prima en su defensa.

Y en nuestro laberinto también está que Rubiales representa lo peor de nosotros mismos, esa parte que no nos gusta; errores que no queremos recordar. Quizá tenemos algún rubiales machista de mayor o menor calibre en el baúl de hechos con los que no conseguimos conciliarnos. Y lo expiamos con este insolente.

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