Refrendos sin frenos

La popularidad no prueba la excelencia de nada, no, ni tampoco su mezquindad segura, sino todo lo contrario

Hay una anécdota de Dante de la máxima actualidad. Cangrande della Scala, el poderoso señor feudal que lo tenía acogido, le preguntó (con ese punto de mala uva que termina provocando tener a un invitado de gorra) cómo era posible que su bufón, tan estúpido y torpe, fuese popular en la corte, y que a él, a Dante, tan sabio, todos le tuviesen, en cambio, tantísima ojeriza. A lo que el poeta contestó de volea: "No te maravillarías si supieras que las causas de la amistad son la igualdad en el modo de ser y la semejanza espiritual". En la misma longitud de onda andaba Rabí Ver. Cuando comprendió que se había hecho famoso, rogó a Dios que le revelase cuál era el pecado que había cometido.

A Dante hay que entenderlo. Como si no tuviese bastante con el exilio de su amada Florencia y las penurias de la creación exigente, venían a vacilarle encima con bufones y concursillos de popularidad. Pero nos consta que cuando su Divina Comedia se hizo famosa, lo disfrutó mucho. Le gustaba que a su paso dijesen las dueñas: "Ése se pasea por el infierno" o que se explicasen la negrura de su barba por el tizne que había cogido entre las calderas de Pedro Botero. La gracia de la popularidad depende del cristal con que te mira o no te mira. No debe ser criterio de excelencia, no, ni tampoco de mezquindad, sino todo lo contrario. Es la categoría de que es popular lo que ha de juzgar en cada caso la popularidad. Rafa Nadal, por ejemplo, sí es ejemplar.

Pero estamos más con Cangrande della Scala, a lo que se ve, y los bufones. La popularidad se ha convertido en el criterio último de verdad, bondad y belleza de todo, bueno o malo. El refrendo de las bases a las ocurrencias o tácticas de los líderes es un caso flagrante. Y se ve la trampa: unas veces deciden los militantes, otras los votantes, otras los barones, otras las encuestas (incluso las de Tezanos), y así van tirando.

Aguantemos firmes en el propósito de no mezclarlo todo y sostener una postura crítica e independiente de la popularidad o no de los fenómenos. También por respeto a la propia popularidad que ni nace ni está preparada para ser el criterio último de nada, sino, si acaso, una placentera compañía durante un trecho del camino o un eco de aprobación o un embobamiento. En ningún caso, un disolvente de la responsabilidad ni una difuminación del juicio. La popularidad sólo puede servirnos para juzgar al pueblo que la sostiene.

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