A ella la llamaremos Mariló, un nombre –Dolores– tan común entonces como ya inexistente en los registros civiles. Y es que no me acuerdo de cómo se llamaba; es sabido que, en ciertas edades, tres años de diferencia son como el Muro de Berlín. Mariló era la única niña del barrio que jugaba al fútbol: su técnica era más que decente, y era fuerte y rápida. Llegaba como de perfil a la Plaza Chica, donde se dirimían los desafíos o se elegían a los jugadores tras un oro y plata entre los capitanes–quizá uno de ellos fuera el dueño del balón–, tras el que quien ganaba comenzaba a escoger, un descarte sucesivo en el que ser fichado el último era una posibilidad, proceso algo cruel del que un psicólogo contemporáneo quizá afirmaría que forjaría una futura resiliencia (palabra que, como los nombres Jennifer y Alexia, no se utilizaba). Mariló esperaba en silencio a ser seleccionada, mirando hacia abajo pero bien derecha y digna: no solía quedar para el final. Los chavales menos deseados que ella se reían; no se humillaban, pero había cachondeíto. Mariló se retorcía un poco, riendo ella también. Ya en la universidad, Carmen, hoy académica relevante, era otra rara avis. No había otra alumna que jugara a futbito en la liga de la facultad. A diferencia de Mariló, su gran activo era el pundonor, que a la postre fue un mediocentro distribuidor de juego para sus otras virtudes.

En un campo de césped artificial con las líneas perfectamente pintadas, veo un partido entre dos equipos de adolescentes uniformados al detalle: no hay cristales y baches en el piso, ni un muestrario anárquico de camisetas y calzonas, como era lo suyo en la Plaza Chica y en cualquier plaza o recreo de aquel precámbrico nuestro. Entre los jugadores hay cinco chicas. ¿Asistiremos al fichaje de una mujer por un equipo de primer nivel masculino? Mientras, la pelotera del histriónico Rubiales se ha cargado en buena medida la alegría del Mundial ganado por la selección española de mujeres, pero esa fea e indeseable notoriedad también ha dado ciertas alas al ciclo de vida del fútbol femenino como negocio. Las chicas –son guerreras, cantaba Coz– piden lo suyo: mejores contratos, una mejor parte del pastel creciente de esa parte mercantil del juego y el deporte, lejana a estas chicas de colegio. Se acaba el espacio del artículo, confieso que me alivia: hay mucha garrota presta a atizar a quien opine, en esto, algo que a las portavocías de la moral de género les parezca desviado. Aunque muchos de ellas y ellos, en el fondo, siempre han pasado del fútbol. Y hasta lo han odiado.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios