La ciudad y los días

Juicio a la democracia

EN otro tiempo, los seres humanos sabían con exactitud la hora de su muerte. Cuentan que Dios bajó a la tierra y preguntó a un campesino por la razón de su desidia. Y el hombre contestó airado que abandonó la cosecha cuando supo que no estaría vivo para disfrutarla. Entonces Dios decidió que no era bueno que los hombres supieran de antemano la hora de su muerte y les privó de ese conocimiento para que trabajaran hasta el último día como si fueran a vivir eternamente.

Franco trabajó hasta su muerte en la sucesión sabiendo que no disfrutaría de la cosecha. Su legado era su presente. Y sembró de silencios los libros de historia y de muertos las cunetas. A todos ellos les sobrevino la muerte como un rayo en mitad del verano. Como un paréntesis eterno en mitad de la vida. Todavía hoy quedan cientos de miles de desaparecidos durante la guerra y la posguerra con el estado civil de inmortal para el Registro Civil. Vivos para la ley y para los corazones de quienes los amaron hasta la incertidumbre. Yo he rastreado a varios sin éxito. Cuando murió el culpable de la oscuridad, a muchos les sobrevino la esperanza de matar dignamente a sus seres queridos, de inscribirlos al fin en el libro de fallecimiento. Y muchos murieron entonces. Salieron de la tierra como vivos de paradero incierto, para volver a la tierra ya muertos del todo. La UCD asumió la responsabilidad histórica de enterrar el dolor latente de las fosas comunes en nichos individuales con nombres y apellidos. Los conservadores tenían que aparentar dos veces lo que no debían ser para evitar las negras tormentas acechando los aires. Pagaron las indemnizaciones a los represaliados y familiares en concepto de clases pasivas del Estado. Permitieron el acceso a las cárceles para investigar. Yo he visto lápidas en Iglesias con fecha del 77 en memoria de los caídos defendiendo sus respectivos ideales. Luego llegó la victoria socialista. Y con ella, el final de la transición democrática. Los desaparecidos volvieron a dormir en sus cunetas. La izquierda que metió a España en la OTAN, la izquierda que gobernó las comunidades autónomas, las ciudades y los pueblos, la izquierda, sí, la izquierda, enterró el anhelo de un juicio penal contra la dictadura.

Treinta años después, mi tía Rosa me acercó la carpeta azul donde mi abuelo guardaba las facturas del panteón para los fusilados en Almodóvar del Río, abierto en el 79 y ahora en pésimo estado. Y me la dio apenas enterarse del auto del Juez Garzón. Él no ha tomado una decisión jurídica, sino política. Ha vestido de moderación la ley de memoria histórica. Por eso calla el Gobierno. Pero Garzón no está juzgando a la dictadura: está juzgando a la democracia. Está poniendo voz a los que se sintieron traicionados por la izquierda más conservadora de España. La misma que refunda el capitalismo salvando a los ricos con el dinero de los pobres. Garzón sabe que perdiendo la batalla jurídica ganará la moral. Esa que aspiró a hacer justicia con los que murieron antes de tiempo para vivir eternamente.

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