La vida vista

Félix Ruiz / Cardador /

Felipe Próspero

ANDO fascinado por uno de los retratos que componen la exposición Velázquez y la familia de Felipe IV, gran atractivo para este otoño en el Museo del Prado. Y no es que uno haya tenido la fortuna por ahora de visitarla en carne mortal, que ojalá, pero sí que le ha echado algunos ratos libres a leer las reseñas de la exposición y a ver en internet los cuadros que en ella se exponen, muchos llegados desde colecciones internacionales. Mi admiración por Velázquez es antigua y la presumo eterna, pero siempre existe algo que la agranda; en este caso, pues es la obra a la que me refiero, el Retrato del Príncipe Felipe Próspero, hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria al que el pintor sevillano retrató en 1659. La obra, que llega a Madrid procedente del Museo Kunsthistorisches de Viena, es fabulosa y lo que supura esencialmente de ella es la mirada afectuosa y cálida del artista maduro sobre un niño en el que recaían en ese tiempo buena parte de las esperanzas de la corte de los Austrias, pero que no era otra cosa en realidad que un chiquillo débil y enfermizo. El pequeño, de mirada lastimera, pelo rubiasco y rostro pálido, parece pedir cariño y protección a voces y, junto a él, un perrillo blanco de perfección velazqueña mira también al espectador con sosiego y casi que lástima. El cuadro, ya digo, lo pintó Velázquez en 1659, justo un año antes de que su vida llegase a su fin. De igual modo, el pequeño Príncipe de Asturias aparece con apenas dos años y cerca ya de su muerte, pues su precaria salud no le permitió siquiera cumplir los cuatro. Poco tuvo pues aquel Felipe de próspero, y eso pese al nombre con el que lo bautizaron, aunque la fortuna de su elevadísima condición social permitiese que su breve existencia se cruzase por un momento con la del retratista hispalense y quedase así para la historia del hombre y del arte. Mientras la muerte les ronda a ambos y les sonríe sin que ellos puedan sospecharlo, el pintor de 60 años de edad y el niño de 2 componen una pieza que podría presuponerse como cortesana y vitalista pero que, por el contrario, se manifiesta como un acercamiento sencillo y perfecto a la fragilidad y precariedad de la existencia humana, esa verdad inmutable. Parece decirnos: todos somos de humilde y pasajera condición aunque no lo creamos.

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