Hay críticos que consideran que todas las películas, sobre todo si son españolas, deben contener o estimular una reflexión sobre los códigos de la representación, cuestionar las convenciones de la puesta en escena, articular un discurso sobre la función del dispositivo o desarrollar algún tipo de metalenguaje (preferentemente confuso) que revele la audacia, la radicalidad o el compromiso del director en la evolución del hecho cinematográfico. Es preferible que la historia no se entienda muy bien (o que no haya historia), y por supuesto está prohibido emocionar. Lo que no atiende a estos parámetros es tratado entre la condescendencia y el desprecio, con tono circunspecto, vocación de reprimenda y fachada de superioridad. Se pregunta uno a veces, leyendo a ciertos críticos, por qué se dedican a esto si lo pasan tan mal viendo películas.

Por suerte El faro de las orcas de Gerardo Olivares no busca reinventar el cine ni alimentar el onanismo de los críticos. Una historia sobre la fragilidad, sobre la carencia, sobre las contracturas del ser y el estar, sobre la necesidad (y la dificultad) de encontrar algo que dé sentido a este puto circo, tres habitantes de fronteras enfrentados al dolor del crecimiento, supervivientes y mutilados, náufragos alineados en la orientación de la luz. En una esquina del mundo (en un límite) confluyen en una ceremonia de compensaciones, intercambios, préstamos, conocimiento, tutelados o asistidos por la palpitación del paisaje, que los acaricia y los devora, los nutre y los transforma. Hay algo de celebración del misterio en esa coalición de cielo, arena, agua y seres vivos, la playa como frontera física y emocional, como metáfora, espacio para la revelación o para el esguince, para extraviarse dejando huellas.

El silencio y la mirada (también los del paisaje, también el silencio sonoro y la mirada hacia dentro) son elementos clave en una historia llena de pliegues (para el que quiera verlos) y cuyo final inolvidable está planteado como un triple renacimiento. Se agradece que sortee algunas tentaciones en las que hubiera sido fácil caer, pero los que saben de esto no le van a perdonar (no pueden traicionar a Antonioni) su narrativa limpia, sus dimensiones emocionales, su belleza formal sin excursiones a la pedantería, su apuesta por un cine de sentimientos, humanístico, para todos los públicos. Regálensela.

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