La música crece en el espacio como una infección o como una llama insolente, sensual, acariciante y hembra, hasta que entiendes que la música es el espacio. Basta escuchar el Impromptu op. 90 nº 3 de Schubert para que, efímeramente, todo sea como debería ser. Alfred Brendel irrumpe en los periódicos para decir que sigue tocando y corrigiéndose mentalmente, para reivindicar el humor en Beethoven y recordar su infancia en la guerra. Para tomarse con humor su sordera y para opinar sobre las nuevas estrellas jóvenes, que pueden tocar tan rápido que rozan el peligro de olvidar a tocar despacio.

Sí, otro mundo, otra actitud, otra inteligencia se nos revelan escuchando y leyendo a Brendel, que ahora asume el silencio con irónico gozo. De azul en las últimas fotos, azul de elegancia y Centroeuropa, el gesto de complicidad y las gafas de hombre mayor, el pelo dodecafónico y las manos como de quien ha habitado bosques. Manos que hace años, décadas, tocaron el impromptu de Schubert que ha dejado en el espacio una fronda de azules, una llaga de infancia, una levedad y un porqué.

Escribe sobre el dadaísmo, organiza ciclos de cine, hace poesía, viaja y disfruta del silencio. Un poema acompaña la reseña que Luis Gago ha escrito en Babelia de su libro Sobre la música, recopilación de sus ensayos publicada, claro, por Acantilado. Un poema sobre un tercer dedo índice, inquieto, que le crece a un pianista para señalar cosas cuando las dos manos están ocupadas y que incluso se vuelve contra su dueño cuando no toca bien. Fatigo vídeos en YouTube en busca de ese dedo, y cuando Brendel cierra los ojos en el impromptu sé que piensa en él, porque ese dedo tiene que ver con la conciencia y el absurdo, con el orden y la poesía, con exigencias y acusaciones, con la infancia que no se va y las sombras que ya vienen.

La música crece en la noche como una fe indecisa y prevaricatoria, como una sospecha o una ambigüedad, hasta que entiendes que la música es la noche. Basta escuchar el Impromptu op. 90 nº 3 de Schubert para que, intraduciblemente, todo vuelva a ser como una vez fue. El cerebral Brendel es el hombre que sonríe, el sordo que intuye el rumor del mundo con esa imperfecta forma de la felicidad a la que llamamos sabiduría, con esa luz en voz baja de los escépticos, como si todo ruido fuera una música malversada y todo silencio una música perfecta, visual y blanca, herética de eternidades y dedos.

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