Carmen Camacho

¡Agua!

Cambio de sentido

Las semanas santas lluviadas tienen, a la vez, cuarto y mitad de contención, cuarto y mitad de esplendor

26 de marzo 2024 - 00:30

Unpopular opinion: no están mal las semanas santas pasadas por agua. No es por deleitarme en el fastidio ajeno, como hacen esos a los que no les molestan las fiestas, manifestaciones, raves, rituales, manípulos o estruendos en sí mismos, sino según a qué tradición, religión o cultura pertenezcan. Las semanas santas lluviadas son especiales porque tienen, a la vez, cuarto y mitad de contención, cuarto y mitad de esplendor. Ese punto medio, entre el deseo de culminación –de ver salir a tu cofradía o de echar un día de playa– y el recogimiento, alza un puente que conecta lo de dentro y lo de fuera. El agua disuelve la agitación exterior, aquieta un poco, y eso arropa y hace sentir con más nitidez la sangre que se altera en estos días. Téngase en cuenta que estamos en el primer plenilunio de primavera, y que en el fondo (así creamos que los símbolos ya no nos habitan), el cuerpo y las últimas habitaciones de la psique saben que estamos volviendo a ser partícipes y testigos del ciclo de la Vida-Muerte-Vida, de ese milagro al que rendimos culto bajo las advocaciones de Perséfone, Empirismo o Resurrección.

Del agua –divina malaje– semanasantera me interesa que demora a la Mater Celeritas, a este puñetero ritmo acelerado que manda dictatorialmente en nuestras vidas y consigue que no nos enteremos ni de para qué nos han parido. Ante la tentación de sustituir el fragor laboral por un frenesí procesional o vacacional, la lluvia nos para el mundo para que lo miremos, y punto. Es así –paseando lento por capillas, buscando espárragos ataviados con chubasquero, limpiando el barro o haciendo torrijas– como acude el recuerdo, el cariño o el gozo a nuestro auxilio. Por las condiciones del tiempo, dicho sea tiempo en toda su acepción, pocos momentos del año pueden compararse con estos misericordiosos días de estampa pajiza, campos enliriados y el brillo de los oropeles reflejado en los charcos. Habrá quien me pida comprensión (la tengo) ante la frustración de quienes preparan sus procesiones todo el año, y habrá quien me reproche que a qué una oda a una lluvia que no se traduce en briosas cifras de turistas, fotos en Instagram, récords y dineros en tan desigual reparto, de todo eso que llaman, equivocadamente, crecimiento. A ver si me va a tocar a mí –que no suelo estar muy católica– recordar la palabra del Cristo: “No solo de pan vive el hombre”, sino también de la escucha, como quien oye llover, de lo que a cada cual le resuena de veras por los dentros. ¡Agua!

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