Literatura. Luto en las letras cordobesas

"Quienes te hacen poeta son los demás"

  • 'El Día' recupera la última entrevista publicada a Eduardo García, el 14 de septiembre de 2014, con motivo de la presentación de 'Duermevela', un libro sobre los misterios cotidianos de la existencia.

La vida y sus contraluces, sus armonías, su enigma y su juego. Eduardo García (São Paulo, 1965) presenta el próximo martes en el ciclo Letras capitales del Centro Andaluz de las Letras, acompañado por Pablo García Baena y Pedro Ruiz, el libro con el que ganó el XXXV Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, Duermevela, publicado por Visor.

-En el que despliega algunas reflexiones sobre el ejercicio de la escritura y la creación poética. ¿Cómo se enfrenta a él en este momento de su vida?

-Mi sensación es que el periodo de aprendizaje puramente técnico ya lo dejé atrás y ahora en realidad creo que como puedo avanzar es escribiendo como un saltador sin red, saltando de liana en liana más llevado por la intuición que por el conocimiento de la técnica, que es algo que ya va conmigo. Lo que pueda todavía encontrar en el camino tendrá que ver más con el lado intuitivo. Creo que por ahí tengo todavía por delante mucha carretera. Se trata de no pensar mucho en lo que se está haciendo y de pensar cada vez más en las voces que puedan sugerirme algo, indagar en cómo a través del yo se puede conectar con el placer y el dolor de los demás.

-De hecho, en la nota final del libro apunta usted: "Ojalá mis visiones, lector, también pueblen tus sueños"...

-Sí, porque sinceramente creo que si se produce el milagro de la comunicación poética es porque un hombre es en gran medida todos los hombres. El poeta puede dentro de sí mismo encontrar voces que también se encuentran dentro del lector, de ahí que el lector, al enfrentarse al texto, lo sienta suyo, lo habite, pueda nutrir su mirada. En el fondo, cuanto más buscamos dentro, más encontramos al otro.

-Hay en Duermevela un diálogo entre pasado y presente complejo, porque tiene algo de conflictivo pero también de consolador.

-Supongo que tiene que ver con la etapa que me toca vivir. Mi anterior libro fue el encuentro con los cuarenta, ese momento de atravesar la mediana edad, una época de reintegrar, de recuperar cosas de la infancia y la juventud... Ahora que estoy en la segunda mitad de los cuarenta advierto una nueva armonía, un hacer las paces con uno mismo en la medida de lo posible, un nuevo descubrimiento del cuerpo para bien y para mal, ya que es fuente de placer pero también el territorio que te limita. Es una edad de descubrimiento de limitaciones, pero también de encuentro de una paz que es difícil hallar en otros momentos de la vida.

-¿Qué representan para usted los rituales cotidianos que tan notable presencia tienen en el libro?

-Vivimos en una cultura en la que los rituales prácticamente han sido demonizados y apartados. Yo creo que nos corresponde a los poetas la recuperación, bajo nuevas formas, de la sensibilidad mítica, de la conexión con la interioridad..., de una manera digamos laica, porque mi camino no es el religioso. Desde este punto de vista me interesan mucho los pequeños rituales que llevamos a cabo para enfrentarnos a las dificultades, a la muerte, la enfermedad, incluso al amor... La vida humana está entretejida de rituales que tienen que ver con la cultura y la sensibilidad, y la poesía es un espacio excepcional para indagar en esos territorios que en general en nuestra cultura están bajo sospecha. La mentalidad racionalista los ha puesto bajo la lupa.

-Hay también en el libro una indagación en los misterios del día a día. Es una poesía en la que el sentido de la extrañeza está muy presente...

-Sí, la poesía es un estado de gracia que nos permite abrir los ojos a lo que habitualmente pasa desapercibido. Efectivamente, reparo en el misterio cotidiano, no en los trascendentes, no en revelaciones o epifanías, ya que como hombre del siglo XXI me es imposible llegar a ese estado. Sí quedan terrenos por colonizar, por descubrir, que tienen que ver con la sensibilidad y la memoria de las emociones. Vivimos ciegos, sordos y mudos ante muchas cosas. En la India tenía la sensación de que yo estaba ciego y sordo y que ellos veían mil colores que yo era incapaz de ver. Una experiencia continua de extrañeza. Un poeta tiene que despertar esas voces, abrir esas ventanas tapiadas que tenemos por todas partes.

-No obstante, más allá de rituales, pasadizos, hallazgos de la jornada, luces y sombras cotidianas, usted está hablando de la muerte y el amor...

-Sí. Es un tópico pero es verdad: ¿de qué vas a hablar? Lo decía Freud: hay dos grandes pulsiones que son el deseo y la muerte, la construcción y la destrucción. Eso nos persigue bajo mil máscaras diferentes, en las formas más sorprendentes, y sobrevuela otras culturas, la muerte y el amor a menudo en conflicto, en tensión... La paz absoluta no genera ningún interés literario. Esa tensión es la rueda que mueve el mundo.

-¿Cómo se planteó o cómo se fue fraguando la estructura del libro?

-Cada libro me cuesta más escribirlo que el anterior. De joven creía que era al revés y que cada libro sería más fácil, pero no. ¿Por qué me pasa? Porque cada vez planifico menos. Me siento ante el papel en blanco sin saber en absoluto adónde voy a ir, y mi experiencia es que cuanto menos sé adónde voy, más vivaz es el texto que pueda nacer. Trabajo sin mapas, sin brújulas, abierto a cualquier cosa que nazca; algunas merecen continuar, otras no y otras encuentran su espacio al cabo de unos años. Me van naciendo cosas de distintos filones y a veces cuesta escuchar a los poemas cuando son ya organismos vivos y autónomos: cuáles tienen que ver con cuáles, jugando con las mismas claves... Cuando nacen no lo veo, me muevo en una especie de niebla que me genera confusión, hasta que llegan a madurar. Así, el proceso de construcción del libro es largo, al menos de dos años, e implica contar con una gran masa de textos escritos en una carpeta. Hay un momento en el que se pasa de la inocencia de la escritura sin trabas al trabajo duro de ir convirtiendo la piedra en arte.

-¿Qué síntomas le hacen vislumbrar a un poeta que ha alcanzado una voz propia?

-En la práctica, creo que eso es algo que te dicen los demás. Tú eres el último en verlo; por lo menos, así fue en mi caso. Yo escribía y escribía con pasión y estaba loco por alcanzar esa voz, pero empecé a verla después de que otros muchos empezaran a señalarla. En realidad, quienes te hacen poeta son los demás. Tú en tu casa con tus poemas vives una especie de fantasía, hasta que llega el reconocimiento ajeno. Realmente no tengo ni idea de cómo se consigue esa voz, pero creo que tiene que ver con la honestidad, con no ponerle cortapisas a la escritura y atreverse a jugar sin reglas, sin decálogos a los que atenerse. Si te acoges a una escuela y adoptas una estética cerrada es infinitamente más fácil. Pero yo me muevo en un terreno sin señales.

-Hay una vibración existencial en Duermevela en la que se introduce un vector lúdico que apela a la vida como juego: de sombras, de espejos, de identidades...

-Yo parto de la convicción, sólidamente asentada con el paso de los años, de que, como decía Calderón, la vida es sueño. Vivimos instalados en ficciones sociales; los antropólogos lo tienen claro y un poeta debe tenerlo también claro de otra manera. Estamos rodeados de convenciones y de rituales a los que otorgamos sentido. Las cosas no son así: las hacemos así. Yo vivo la vida en general con ese saludable escepticismo, un escepticismo juguetón, nada negativo.

-Duermevela desemboca en una apelación a la alegría...

-Sí, es un poema que respondió a un momento clave. Hay veces en que tocamos fondo y necesitamos dar un talonazo en el fondo de la piscina para poder salir a flote y respirar. Fue un rescate. Ciertas ideas demasiado oscuras que tienen que ver con la época que estamos atravesando me estaban llevando a una mirada demasiado turbia, sin esperanza, pero me di cuenta de que esa no es la forma de mirar. La esperanza es el motor que mueve el mundo. En este libro tienen una gran presencia la muerte, la carga, la enfermedad..., pero no quise terminarlo así sino apostar por un paraíso que no es el de los griegos, que estaba en el pasado, sino el de los utopistas: mi paraíso tiene que estar en el futuro.

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