A Raphael le trucan el motor

crítica

Raphael abre los brazos hacia el auditorio.
Ángel Vázquez / Córdoba

05 de octubre 2015 - 05:00

RAPHAEL + ORQUESTA DE CÓRDOBA

Teatro de la Axerquía, lleno. 3 de octubre.

Ha sido al primero al que han llamado. Clamaba al cielo ya lo suyo. Era un secreto a voces. Por evidente. Por incontestable. Era la comidilla en concesionarios y aseguradoras. La envidia en los semáforos. La lujuria en los mercados. Ha sido una llamada corta y fría que él se ha tomado con sorna, porque la esperaba. Llegaba al hotel tras su concierto en el teatro de la Axerquía. Apenas entraba en la habitación ha sonado el móvil.

-Lo lamentamos, pero tenemos que informarle de que usted es uno de los afectados.

Una sonrisa cómplice se ha asomado a su rostro."Puede que el que más".

Aún vestía el traje oscuro y llevaba la chaqueta sobre un hombro. "Lo sabíamos desde hace tiempo, pero ahora ya no podemos ocultarlo más, sobre todo después de lo de esta noche". Cuatro pasos, cinco… se gira. "Teníamos la esperanza de que abandonaría la competición, pero el asunto se nos ha ido de las manos".

Unas horas antes, Raphael ha repasado durante casi tres horas un repertorio que siempre podría ser más extenso, siempre deja distinta huella, en el que siempre falta algo, porque es inabarcable. Esta vez era la Orquesta de Córdoba la que se sentaba a su lado para delicia de todos en una nueva vuelta de tuerca a un mito intergeneracional que lo mismo huele desde el escenario la jungla festivalera que el alcanfor de un frack. Cuando ya pensábamos que habíamos asistido a todas las versiones posibles de él y de su ego, apareció el sábado relatando (que es lo que él sabe hacer, relatar, que nada que ver tiene con contar) todos esos años intensamente vividos, exprimidos… y es como si todo volviera a empezar de nuevo.

-Sentimos comunicarle que le trucamos el motor, confesaba la voz al otro lado. "Puede pasar a que se lo modifiquemos".

Ha habido un silencio, como ese eterno que hace en mitad de sus canciones, una mueca, como si no fuera con él. Ha recorrido con parsimonia la habitación y ha tirado la chaqueta. Hace un rato estaba subido sobre el piano, dirigiendo la orquesta, repartiendo besos, aullando, gesticulando como un poseído, teatral, teatralizador, teatrero... teatrista incluso, cuando se reverdece de histrionismo y se vuelve outside, cantante, mas allá de los acontecimientos.

Un público imposible le ha jaleado hacia lo salvaje y le ha seguido hacia lo previsible. Un público inclasificable, propiedad de todos, que lo mismo vestía sus mejores joyas que sus mejores barbas, sus mejores chaquetas que su único traje decente, sus mejores años que su mejor futuro, le ha visto renovar sus tics más repetidos y no por ello menos esperados. Ha repasado toda la pluma de Manuel Alejandro como eje para invitar a algunas cuantas más; ha hecho como que bebía, como que lloraba, como que se iba, como que regresaba; le hemos escuchado en forma mientras era imposible saber cómo puede hacerlo, cuánto tiempo lleva haciéndolo y cuánto le queda por reinventar. La Orquesta ha sido un guante, se ha ajustado a sus querencias, a sus ocurrencias, le ha hecho volar y lo ha envuelto, agitado, enervado, complacido, como una amante desquiciada…

-¿Sigue usted ahí? ¿Oiga?"

-Ya me paso luego, si eso.

Y una carcajada de malo de cine de verano ha retumbado en todo el hotel mientras Raphael, casi a cámara lenta, se dejaba caer de espaldas en la cama.

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