Más allá de la crisis financiera
La actual crisis financiera responde exactamente a las mismas causas que han provocado la crisis ambiental.
CRISTINA NARBONA Embajadora de España
ante la OCDE
En el último informe de la OCDE sobre la respuesta estratégica ante la crisis se señala acertadamente que "los planes de recuperación económica deben incluir incentivos para la inversión en tecnologías ambientales, necesaria para evitar los costes económicos asociados con las consecuencias del cambio climático y garantizar, de forma más segura, el crecimiento a largo plazo". En términos parecidos se ha expresado la Agencia Internacional de la Energía (AIE), organismo dependiente de la OCDE. La AIE urge a los Gobiernos para que aprovechen los planes de relanzamiento de sus economías como una excelente oportunidad para acelerar la "necesaria revolución energética", sin que la drástica reducción de los precios del crudo se convierta en un pretexto para retrasar el avance hacia una economía baja en carbono.
Puede sorprender esta opinión por parte de organismos cuyo análisis se ha centrado más en la economía que en la ecología. En realidad, la actual crisis financiera responde exactamente a las mismas causas que han provocado la crisis ambiental, cuyo síntoma más evidente es el cambio climático. Ambas crisis son el resultado de un modelo de crecimiento en el que no se han evaluado adecuadamente los riesgos de su propio funcionamiento, despreciando los efectos negativos, cada vez más visibles, de la codicia, el despilfarro y la corrupción, e ignorando la complejidad derivada de la creciente interdependencia a escala planetaria.
El rápido enriquecimiento de segmentos amplios de la población, sobre todo –pero no sólo– en los países más ricos, ha alimentado el espejismo de una dinámica aparentemente positiva para la mayoría de los ciudadanos, ocultando los verdaderos costes –económicos, sociales y ambientales– de dicho proceso. Todavía hoy es imposible conocer el alcance de la "contaminación" del sistema financiero… al igual que sucede en cuanto a la contaminación y la destrucción, en algún caso ya irreversible, de los ecosistemas naturales.
Para superar la crisis financiera, es preciso devolver la confianza a aquellas instituciones públicas y privadas que han perdido toda su credibilidad, sancionando sus fallos e introduciendo más y mejor regulación, más y mejor control público, más y mejor capacidad de respuesta por parte de todos y cada uno de los ciudadanos… en síntesis, avanzando hacia una democracia de mayor calidad en la que se incentiven comportamientos responsables y beneficiosos para el interés general. Sólo en esas condiciones, el enorme volumen de recursos públicos inyectado obtendrá los objetivos deseados. Para ello, además, es imprescindible que las reglas sean globales, consolidando la coordinación de las iniciativas emprendidas en la reunión del G-20 en Washington.
Las mismas consideraciones son válidas para enfrentarse a la crisis ambiental, que requiere, ante todo, ser reconocida y valorada adecuadamente por los líderes políticos y sociales. Afortunadamente, Obama parece dispuesto a demostrar, con los hechos, que la superación duradera de la crisis económica y financiera exigirá un poderoso compromiso de los poderes públicos para reorientar el sistema productivo hacia pautas de mayor sostenibilidad ecológica. La prueba está en su anuncio de inversiones anuales de 15.000 millones de dólares, durante una década, para desarrollar rápidamente un modelo energético más limpio y más seguro, y para contribuir a la lucha internacional contra el cambio climático, dentro del plan de relanzamiento de la economía norteamericana.
Un auténtico new green deal requiere canalizar el enorme volumen de recursos públicos hacia actividades y tecnologías menos contaminantes y más eficientes, generando así las economías de escala que permitirán reducir los costes de mercado de dichas opciones. Se trata, en síntesis, de llevar a cabo, bajo la presión de la crisis, lo que debería haberse hecho hace tiempo: promover el empleo y la actividad económica en aquellos ámbitos de la "economía real" que garantizarán más bienestar para un número mayor de ciudadanos, sin destruir la base material de la economía, aprovechando los avances científicos y tecnológicos.
La industria del automóvil constituye un ejemplo evidente de esa necesaria reorientación. Desde hace décadas, las grandes empresas norteamericanas seguían, impertérritas, su patrón de producción –grandes vehículos, de gran consumo y elevadas emisiones– totalmente en contra de las exigencias crecientes de descongestión y de calidad del aire en las ciudades. El apoyo público acordado por la Casa Blanca deberá favorecer una innovación tecnológica acelerada, que, entre otras cosas, les permita competir con las empresas asiáticas que ya lideran la producción de coches eléctricos e híbridos.
Esta es también la hora de la transformación energética de los edificios y de las ciudades, que gracias a criterios de máxima eficiencia y a la introducción generalizada de energías renovables, podrían contribuir notablemente a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Hay que insistir, sin embargo, en la dimensión ética de esta crisis. No se trata solo de dirigir los recursos públicos hacia inversiones más sostenibles, de acuerdo con una nueva racionalidad basada en el conocimiento científico, y hasta ahora minusvaloradora en aras de un enfoque economicista de corto plazo. Resulta absolutamente imprescindible reconocer, como señalaba al principio, la ausencia de valores que ha conducido hasta la catástrofe actual. Sólo así se podrá redefinir el modelo económico, en el marco de una gobernanza global, capaz de garantizar de forma duradera los derechos de todos los ciudadanos del planeta.
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