Una perezosa costumbre nos lleva a intitular como meros conservadores a Joseph Roth y Stefan Zweig, cuando lo cierto es que su literatura es una literatura sumaria y clarividente que podríamos relacionar con otros artistas donde se reúne un mundo extinguido o pronto a periclitar. He ahí a Sturluson, a El Bosco, a Shakespeare, a Rabelais, a nuestro inmenso y melancólico Cervantes. He ahí, en cierto modo, a los autores de la Encyclopédie, cuya publicación resultó ser, en gran medida, el acta de caducidad de todo un siglo. En La Cripta de los Capuchinos se resume, con temblor de vajillas, el vasto crepúsculo imperial del águila bicéfala. Pero también se encapsula el germen de un mundo ulterior, de inmediato advenimiento, que no haría sino extender un doble fenómeno, ya triunfante en Rusia: el terror asociado a la masa.
En ese sentido, La Cripta de los Capuchinos es radicalmente contraria a esa doble homogenización que traerían las masas comunistas y nacionalistas que asolaron el siglo. Como sabemos, Roth fue un admirador tenaz de ese insólito vitral centro-europeo, donde las diversas costumbres vivían y se mantenían al amparo de una majestad lejana. Cuando llegue la guerra del 14, como se nos recuerda al final de La marcha Radetzky, esta diversidad se tornará excluyente y distintiva, empuñada ya como un arma. Toda la obra de Roth puede entenderse como el cuidadoso testimonio de esta violenta simplificación, que transformaba al ciudadano, orgulloso de su pluralidad cultural, en el crédulo hijo de una raza, de una clase o de una sangre. La distinción de los Trotta, pues, no es tanto la resultante de un linaje y de un pasado heroico, como la conciencia de una inmensa heredad, de naturaleza caleidoscópica: la hermosa y fragante variedad, idealizada por Roth, de los pueblos e idiomas que compusieron el Imperio. Ese ideal misterioso, infinito, matizado, es el que aquí vemos perecer, a manos de una idea de poder donde el individuo, donde sus hábitos seculares, se disolvían en el ideal acolmenado de Mauricio Metternich.
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