Córdoba

Una vida para dos (III): Horas previas

  • La tensión y el temor al fracaso se entremezclan con la alegría de estar cerca del final del túnel en la víspera de la operación, donde Consuelo y Juan ofrecen visibles muestras de su complicidad.

Ellos habían pasado años esperando este momento. Noches enteras de desvelos, lágrimas y dudas. En ellas surgía una y otra vez ese temor latente a que algo pudiera salir mal y echar por tierra el maravilloso gesto de amor que Consuelo Mantas había tenido con su marido, Juan Herencia, al ofrecerle un riñón para salvarle la vida. En los últimos meses el transcurso del tiempo parecía haberse ralentizado, sobre todo en ese compás de espera de algo menos de un mes en el que vivieron más pendientes de los teléfonos casi que de que cualquier otra cosa en la vida, rezando a todos los santos -en especial a Padre Jesús- para que los llamaran del Hospital Reina Sofía para ponerle fecha al ingreso. La espera constante del anhelado timbre. Esa sensación había quedado sólo como una anécdota o como un capítulo más de esta bella -y ejemplar- historia de amor que nació el día que Consuelo dio el segundo "sí quiero" a Juan. Ahora ya estaban en el hospital, en la más estricta intimidad y acompañados sólo de los padres de ella y unos amigos con los que demuestran una complicidad absoluta. La mezcla del miedo que genera una intervención médica de tanta envergadura y la alegría que produce ver la luz en el túnel de la vida se entrelazan como nunca y se hacen muy evidentes en todo gesto, en toda mirada que se cruza este matrimonio de Villa del Río. Sin mediar palabra da la sensación de que lo dicen todo.

El 13 de diciembre, la víspera de la operación, amanece gris y amenazante de lluvia. Es un mal día para los supersticiosos al tratarse de martes y 13, tanto que algunos médicos del hospital no habían pasado por alto esa coincidencia -terrible para algunos- y decían que hasta habían desechado esta fecha por aquello de los malos augurios. En Villa del Río, en la casa de la familia Herencia Mantas, se muestran ajenos a este cúmulo de casualidades y supersticiones y tratan de aligerar su tremenda preocupación con decenas de conversaciones banales que persiguen eludir el problema. Hablan de fútbol, de meteorología y del colegio de las niñas. Todo vale con tal de distraer la atención y evitar el sufrimiento y la angustia. Poco antes de las 15:00 -el ingreso está previsto a las 17:30- lo repasan todo y confirman que llevan consigo desde documentos personales e informes clínicos hasta los útiles de aseo y ropa en un pequeño bolso de viaje. Tampoco se olvidan de sus innumerables estampas de cristos y vírgenes a los que profesan mayor devoción. "Que no nos falte ninguno", apunta Consuelo. Entretanto, Juan se muestra absorto y preso de sus miedos. Mira al vacío y sólo fija la vista para detenerla en los retratos familiares que va encontrando a su paso antes de salir de su casa rumbo al hospital.

Una vez en el coche -conduce el padre de ella-, la tensión es máxima. La radio suena de fondo en el interior del Volkswagen y Juan apenas es capaz de seguir el curso de las conversaciones que inician su mujer y sus suegros. Consuelo brinda la mejor de sus sonrisas y trata de subirle el ánimo una y otra vez. No está menos nerviosa ni tampoco menos tensa, pero su carácter y su impresionante fuerza vital le llevan a luchar por enterrar todo atisbo de tristeza. El viaje, sin embargo, se prolonga más de lo esperado como consecuencia de un control de alcoholemia en una de las entradas a Córdoba. En la lejanía observan los destellos de las luces de intermitencia de los vehículos que van reduciendo su velocidad y también la señalización que advierte de la presencia de los agentes de la Guardia Civil. "Lo que nos faltaba", apunta Consuelo con cierto aire de desesperación. Éste es, tal vez, el único momento en el que pierde la aparente calma que había mantenido desde que despertó por lo mañana y tomó el desayuno.

El imprevisto de la carretera hace que Juan y Consuelo lleguen tarde a la hora que les habían marcado para el ingreso. "Vaya por Dios, veníamos con hora y fíjate lo que nos ha pasado", se lamenta ella, que en ese momento desconocía aún el notable retraso que sumaba la hospitalización. La satisfacción de enterarse de que no han llegado tarde hace que se relajen y hasta Juan esboza una sonrisa, corta pero suficiente para que Consuelo se atreva con alguna broma que sirva para caldear la frialdad del momento. Esta aparente tranquilidad es sólo fugaz, de apenas unos minutos de duración. Pronto resurgen los nervios y la tensión de días pasados y de esa misma mañana. "Estamos decididos, sabemos que todo va a salir bien y si no, no estaríamos aquí", matiza Consuelo ante su marido, que asiente a todo lo que ella dice y hasta se atreve con una nueva sonrisa. "Los nervios me comen por dentro", reconoce Juan, que no para de morderse las uñas y caminar sin rumbo fijo por el vestíbulo del Reina Sofía.

En las alrededor de dos horas de espera antes de que les asignen una habitación y suban a ella, en el vestíbulo del Hospital se repiten las mismas situaciones una y otra vez hasta el tedio. La mujer de la limpieza y los celadores pasan delante de ellos en sucesivas ocasiones, la puerta de cristales automática se abre y cierra centenares de veces y hasta algún que otro taxi coincide en la parada mientras ellos siguen guardando cola, cansados y sin saber qué hacer para matar el tiempo. En uno de esos momentos, Juan le pide a Consuelo el sobre que contiene el informe clínico de ambos. Les echa un vistazo y ella, con los brazos cruzados, aprovecha que levanta la mirada para regalarle una mirada consoladora y maternal, su enésima prueba de amor en el momento que más lo necesita.

Tras formalizar el ingreso y ya en la habitación (la 1.441 del módulo C de la cuarta planta del centro hospitalario), Consuelo y Juan vuelven a demostrar que su complicidad supera lo habitual. Se animan el uno al otro, se cogen de la mano y abundan en el tranquilizador "no va a pasar nada". Por la habitación pasan las nefrólogas Sagrario Soriano, quien sugirió la donación, y Cristina Rabasco, residente. Las dos coinciden en la "calidad" de la pareja y comentan algunos de los capítulos de ellos que más les han llamado la atención. Hay nervios y miedo, sensaciones que tratan de aplacar sus padres -a su lado en todo momento-. Juan resume su estado de ánimo con un "lo peor será está noche", frase que provoca la risa de su esposa, que concluye con un "todo saldrá bien".

mañana. Cuarto capítulo: El trasplante.

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