Orquesta de Córdoba | Crítica

La música y sus instrumentos

La Orquesta de Córdoba, con el trompista Felix Klieser y el director Hossein Pishkar, en el concierto.

La Orquesta de Córdoba, con el trompista Felix Klieser y el director Hossein Pishkar, en el concierto. / Orquesta de Córdoba

La trompa, como tantos otros instrumentos, tiene una historia mucho más larga como emisor funcional de señales sonoras en contextos de localización, aviso, guerra o caza que dentro del ámbito artístico de lo musical. Esas eran las utilidades de sus antecedentes remotos, como las caracolas prehistóricas o el shofar judío, y también de los más cercanos, como la trompa de caza.

Cuando a partir del siglo XVII la trompa empieza a incorporarse al mundo musical de las orquestas, sus papeles mantienen lógicamente esas connotaciones campestres de los ancestros, pero también va aspirando a más.

Suele decirse que la figura de Anton Joseph Hampel (1710-1771) representa un punto de inflexión importante en la evolución de la trompa. Entre las innovaciones que se le atribuyen, está la del desarrollo de la técnica de mano derecha, que, introduciéndose de diversa forma dentro del pabellón, permitía producir sonidos diferentes a los armónicos naturales, lo que propició que la trompa fuera asumiendo papeles solistas.

Toda la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros años del XIX constituyen la edad de oro del instrumento: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) le dedicó cuatro conciertos, Joseph Haydn (1732-1809) dos y Ludwig van Beethoven (1770-1829) lo incluyó en muchas de sus obras de cámara.

Además, la trompa empieza a ser integrante de la plantilla de las orquestas. En la mayoría de las primeras obras orquestales en que aparece lo hace por parejas y manteniéndose de alguna manera en un estadio evolutivo anterior al que se le exige como solista, es decir, limitándose a la emisión de los sonidos armónicos fundamentales. Pero continúa la experimentación incansable para convertirla en un instrumento capaz de tocar más notas y en más tonalidades.

Muchas de las invenciones resultantes (la más llamativa: el uso de válvulas accionadas con la mano izquierda) llevan la firma de ingeniosos constructores y de virtuosos intérpretes que fueron poniendo los peldaños que nos llevan al instrumento más usado hoy: la trompa doble que pudimos escuchar en el concierto del jueves.

En ella, la función de la mano derecha ya no es crucial para producir notas, sino que tiene, muy fundamentalmente, funciones tímbricas (cambiar el color de los sonidos) y dinámicas.

Hay que resaltar que las innovaciones de que venimos hablando no eran siempre unánimemente aceptadas, sino que había orquestas y músicos que seguían prefiriendo el sonido de las trompas naturales sobre las modernas de válvulas, aun cuando estas ya llevaban tiempo asentadas. Y, hoy en día, hay músicos de la corriente historicista que regresan a las viejas trompas naturales para interpretar los repertorios antiguos del instrumento.

Viene todo esto a cuento de dos ideas que quizás no convenga olvidar: el instrumento está al servicio del músico y no al contrario. Y, segunda obviedad, todo lo musical, por humano, está sujeto a cambios; cambios movidos no siempre por un ideal de perfección técnica, sino por el gusto o por necesidades expresivas.

Es por ello por lo que se pasó de listo el profesor que le dijo a Felix Klieser, el joven trompista protagonista de la velada del jueves, que, debido a sus particularidades físicas (carecer de brazos), nunca podría tocar profesionalmente la trompa. Aunque podría accionar las válvulas con los dedos de su pie izquierdo (y lo hacía muy bien), no podría actuar a la vez sobre el pabellón para producir los efectos asociados a la sonoridad ¿tradicional? del instrumento.

Se equivocó aquel maestro, porque Klieser ha logrado desarrollar, con sus innatas cualidades y con su esfuerzo, unas técnicas de embocadura y de soplo que suplen sobradamente lo que se persigue con la técnica de pabellón. Y porque, y esto es lo más emocionante, por el camino de esos esfuerzos, ha potenciado una destreza en la afinación y una variedad articulatoria (la forma en que un sonido se une a otro) que hace que la música brote en cada frase.

Esas cualidades -belleza de sonido, afinación impecable y articulación- son las que brillaron en las intervenciones de Felix Klieser, muy especialmente en el idiomático concierto de Richard Strauss (1864-1949). Su ejecución de los movimientos lentos de los dos conciertos (inolvidable el Andante de Mozart) fue especialmente elocuente y cautivadora.

Por si fuera poco, el segundo concierto de abono nos reservaba otro regalo. El director iraní Hossein Pishkar realizó una lectura vibrante, ágil y llena de sugerencias de una de las grandes sinfonías de la historia de la música: la 40 de Mozart. La Orquesta de Córdoba estuvo, una vez más, a la altura. Enhorabuena a todos.

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