Tribuna de opinión

¿Soy el dios de mi vida?

  • El mundo necesita personas de paz, alegres y cordiales, que se preocupan de los otros

Virgen de Fátima.

Virgen de Fátima. / El Día

Pienso que los humanos se pueden dividir en dos subespecies: los que se creen dios y los que se alegran de no serlo. Hay algunos que se comportan como si fueran la mismísima divinidad, se creen pequeños dioses que buscan seguidores, fomentan el culto a su persona, ideas, ocurrencias; en fin, tienen su religión.

Cuando estos tienen poder y medios, al saberse los dioses del mundo, emprenden su cruzada propia: purificar la sociedad de falsos ídolos, liberar a los incautos creyentes de sus supersticiones; reconstruir la sociedad, borrar todos los vestigios del antiguo orden. Hacen, como el Senado romano, una damnatio memoriae: se procedía a eliminar todo cuanto recordara al condenado: imágenes, monumentos, inscripciones, e incluso se llegaba a la prohibición de usar su nombre. Emprender la labor de deconstruirlo todo.

Estos días he peregrinado a Fátima, he podido rezar a gusto ante la Virgen, meditar, descansar, pasar largos ratos adorando al Santísimo Sacramento. En la capilla de la Adoración me he encontrado con un doble de Juan Bautista: un chico de unos treinta años, con buena presencia, alegre, sano y fuerte. Hasta ahora todo normal, pero lo peculiar era su vestido, su ropa era un saco con un agujero en la cabeza y dos orificios para los brazos, y nada más; además, iba descalzo. Una imagen chocante, pero que se ha quedado fijada en mi memoria. Lo asombroso es que se le veía feliz, totalmente libre. Tenía muy claro quién era el Dios de su vida.

No creo que sea un ejemplo a imitar, pero sí un anuncio de que la vida se puede enfocar de otro modo. Juan Bautista bis, como el original, es un auténtico revolucionario, va contracorriente. Los que se alegran de no ser Dios, la segunda subespecie humana, tienen la tranquilidad de saber que el mundo no depende de ellos; saben que es normal equivocarse; que cuando les ofenden, o más bien piensan que les han ofendido, tampoco pasa nada: no es un sacrilegio; tienen las espaldas cubiertas por un Padre todo bondad y misericordia. La paz y esperanza les acompañan se saben en buenas manos, en el bando ganador.

¿Qué distingue a estas subespecies? La alegría, la paz, la felicidad y las ganas de vivir. Es curioso, pero el hombre es incapaz de lograrlas por sí mismo. Los 'dioses', en cambio, son sanguinarios, necesitan sacrificios, están ansiosos de incienso humano, de vanagloria, de poder, de orgías desenfrenadas porque realmente están vacíos. Viven en una continua lucha por demostrar su 'divinidad'. Intentan llenarse de muchas cosas, de actividad incesante. Son incapaces de aguantarse, no soportan su propia compañía, están sedientos de sucedáneos de eternidad. La prueba para saber en qué bando estamos es comprobar si podemos estar un rato tranquilos, si soportamos el silencio, un espacio de soledad.

En el Evangelio aparecen unos seguidores interesados de Jesús, han comido pan y peces hasta la saciedad y quieren que esto continúe –un duradero bienestar–, por eso le preguntan: “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Esta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado”. Las cosas grandes, las que llenan de asombro y cambian la marcha de la vida, las que transforman el mundo son fruto de la fe, se apoyan en Dios y llevan su sello, son “made in Dios”.

El mundo crece y se perfecciona con este tipo de gente. Necesita personas de paz, alegres y cordiales, familiares. Ciudadanos que unen y se preocupan de los otros, que saben reconocer y apreciar lo bueno que tienen, aunque no sean de los suyos. Trabajadores incansables que con constancia y esfuerzo van superando los retos de la vida. No ideólogos exaltados que van a lo suyo y tratan como enemigos o lunáticos a los que piensan distinto. Gente sencilla que se alegran de no ser dioses porque Dios es mucho más grande y bueno. Personas de fe.

“Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed”. Cuando nos fiamos de Él y procuramos seguirle desaparece el vacío. Al reconocerle como Dios cejan las tontas rivalidades fruto del engreimiento. No vemos competidores en los otros sino hermanos. Al sabernos necesitados de perdón y de conversión perdonamos a los demás. El hombre del saco de nuestra historia no tiene nada, pero es feliz, es rico en paz, no hace daño ni tiene enemigos.

Cada uno en nuestro sitio, en nuestra profesión y familia, siendo uno más, con la ayuda de la gracia y de la fe puede enriquecer la sociedad, el mundo. Si procuramos vivir como Cristo nos enseña, si Él es nuestro maestro y acompañante, si creer lo entendemos como imitarle y hacer lo que Él haría en nuestro lugar, daremos testimonio creíble. Estamos felices de no ser un “dios” cualquiera, sino en las manos de Dios. Estamos felices de no ser un “dios” cualquiera, sino un hijo en las manos de su Padre-Dios.

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