Cordobeses en la historia

El costumbrista que ilustró mentes y portadas con el pincel

  • Adolfo Lozano Sidro Alcalá-Zamora de la Torre cambió la abogacía por la bohemia; triunfó en las galerías y la prensa nacional satirizando a la burguesía y denunciando la pobreza del Sur

CORRÍA el siglo XIX en la capital del Barroco cordobés; sus vías más señoriales lucían ya la estética que le diera aquel título a Priego, aguardando el Regionalismo que, en el siglo XX, completaría su asombrosa visión en la calle Río o en la Carrera de las Monjas, hoy bautizada como de Lozano Sidro. En el número 47, nació un 21 de enero de 1872 el pintor que le dio nombre. Era la casa paterna de José María Lozano Alcalá-Zamora, magistrado en Almodóvar del Campo y casado con Araceli Sidro de la Torre, ambos de Priego. En la Asunción de aquella villa recibió las aguas bautismales el niño, a quien impusieron el nombre de Adolfo María Fausto de Santa Inés, a decir de Miguel Forcada, biógrafo del magnífico catálogo del 2000.

El pueblo del pintor era un lugar semi aislado que abrazaba su hoy maltrecha fortaleza, aguardando en la miseria el maná que sustituyera a los tiempos del esplendor perdido en la industria de la seda. Sólo los terratenientes se salvaban "o quienes, a través de los estudios superiores, se preparaban para ejercer cargos públicos", según Forcada Serrano. Uno de ellos fue Pedro Alcalá-Zamora, abuelo del padre del pintor, al mando en periodos progresistas. Con la I República sólo quedaría el rescoldo entre "valverdistas y nicetistas", apellidos que llegan hasta hoy. Además de la situación social y económica, heredó la pasión por la pintura de Federico Alcalá-Zamora (tío abuelo de su padre), aunque no lo descubriría -coinciden otros biógrafos como Antonio Serrano Yepes- hasta su llegada a Málaga. Allí, frente a un lienzo del pintor-académico José Moreno Carbonero, dicen que se emocionó sobremanera. Al preguntar el padre por el motivo de sus lágrimas, confesó su frustración por no poder plasmar tanta belleza. Al parecer, ante aquellos sentimientos Don José María Lozano prometió matricularlo en la Escuela de Bellas Artes de Málaga, sin abandonar el empeño de convertirlo algún día en letrado.

Era el año 1885 y había cumplido trece años. Estaba recién llegado a la ciudad costera, el tercer destino de su padre, después de Cabra, en donde pasó la mayor parte de su infancia e inició unos estudios de Bachiller que continuaría y haría compatibles con los de pintura.

En la escuela de Málaga comparte aula con Picasso, con Moreno Carbonero como profesor, y va terminando el Bachiller, hasta 1889. Con 18 años, algún sobresaliente y un accésit en dibujo, sigue obligado a distraer su pasión en estudios de Derecho, el objetivo de su padre que, ahora, se traslada a Granada para hacerlo posible. Pero la ciudad deslumbra a Adolfo. Fascinado por la magia del último suspiro morisco e impregnado del ambiente pictórico de finales del XIX, se matricula en Filosofía y Letras, se examina por libre de algunas asignaturas de Derecho, abandona definitivamente la facultad y comienza a publicar, entre otros, en el Libro de Granada, recién fallecido Ganivet cofundador con el pintor de la Cofradía del Avellano, movimiento de claros tintes regionalistas. Inspirados por ese principio, su pintura rescata personajes y ambientes de la antigua Elvira de una certeza y belleza excepcionales; de honda y larga huella en su obra, desde El árabe (o el viejo sereno en el hammam) a la casi olorosa sensualidad del Moro con Sable o al hiperrealismo de La Mulata.

Buscando a su maestro de Málaga, que se había marchado a Madrid donde dirigía una academia, Lozano Sidro se instaló en la capital del Reino donde aprendería también con el Maestro de la Luz, Sorolla, y se impregnaría del ambiente de la alta sociedad que retrata con finísima ironía, como hiciera con los cuadros costumbristas del Priego de su tiempo; con la misma ironía de los palacetes y fiestas madrileñas, pinta el ambiente pueblerino de las mantillas, las señoronas bigotudas o las casaderas lánguidas. Entremezclados o en ambientes únicos, pinta jornaleros, vendedoras, aguaores, rateros o mendigos con el barroco de plazas, conventos y capillas de fondo. Pero hay un espíritu, casi de veneración, en la forma de tratar a los últimos.

En los desnudos, especialmente masculinos, Lozano Sidro envuelve a sus figuras de un erotismo inusual, tan fascinante como lo fueron sus ilustraciones en Blanco y Negro, entre otras, de las que sólo en prensa -coinciden sus biógrafos- publicó más de mil portadas, a partir de 1902, año en que su carrera inicia un ascenso imparable; también como ilustrador de novelas, entre ellas, una edición de Pepita Jiménez de Juan Valera.

Afincado ya en Madrid, el éxito acompaña sus exposiciones y la obtención de premios a una obra que quedó repartida por Italia, España o Sudamérica. Pero es en Priego, en la calle que lleva nombre, donde se guardan los paisajes más íntimos de Adolfo Lozano Sidro.

Es la casa que su hermana Amelia cedió al pueblo donde pasó la última etapa de su vida. Allí, prevalecen intactos la sala familiar, los retratos, el salón, el estudio, la alcoba y la cama desde donde miró su último atardecer un 7 de noviembre de 1935. Su pueblo, que nunca lo olvidó, respondió a la veneración mutua uniéndose masivamente en un entierro sin clases sociales, como el ideal de su obra.

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