REPROCHAN algunos políticos a algunos medios de comunicación -no a todos, por supuesto, que siempre hubo clases- que a Rafael Gómez se le dé carta de veracidad suficiente como para levantar una polvareda como la generada desde el pasado fin de semana, cuando los compañeros de una televisión local tuvieron la suerte y el oficio de encontrarse con un material enormemente revelador. Dicen estos políticos que a Gómez habría que ponerle sordina porque todo lo que viene de su boca constituye, en realidad, una declaración a instancia de parte, contaminada por intereses electorales y empresariales, que es capaz de manchar vidas y haciendas.
Consideran estos políticos que la mejor forma de solventar el problema de una candidatura tan manchada por el populismo y por los intereses empresariales espurios sería la de mezclarla en una especie de silencio opaco. Gómez está bien para las noticias en las que se ponen de manifiesto sus bravuconadas, sus rarezas o su programa electoral de felicidad general y pisos a bajo coste. Gladiadores del desierto, sosio. Pero, amigo, cuando se aborda la Colecor, apague usted el micro y tápese las orejas, que se está hablando de asuntos de mayores.
Es evidente que el propietario de las naves de Colecor ha estado callado durante muchos meses, años, porque le interesaba. Y que ahora está hablando porque también cree que le conviene. Hasta ahí llegamos con nuestras cortas luces. Gómez ha venido presentando el asunto por capítulos, dando cada vez más información, citando nombres de forma más explícita hasta asegurar -boom- que estuvo reunido con la exalcaldesa y exconsejera, hoy ministra del Gobierno del Reino de España, Rosa Aguilar, para llevar a cabo una reducción de la multa que sería legalmente inviable y políticamente suicida para quien fuera el alcalde de Córdoba en ese momento. Ella lo ha negado a su manera afirmando que todo lo que se hizo en su momento fue legal.
La credibilidad de Rafael Gómez es el argumento usado desde Izquierda Unida y el PSOE para desmontar una versión que si puede ser veraz lo es por los acontecimientos de los últimos años. El candidato de Unión Cordobesa parece no ser lo suficientemente fetén para contar su parte del asunto aunque sea público y notorio que, aún después de sus múltiples vicisitudes legales, siguió entrando de los despachos oficiales como Pedro por su casa gracias a los buenos oficios de su relaciones públicas, Rafael Rodríguez Aparicio, gerente de la asociación de joyeros y hombre con buenas conexiones en la política cordobesa. Y siguió entrando en las instituciones que conocemos, porque se ha publicado, y en algunas que no conocemos tanto.
Colecor ha sido desde su germen un asunto en el que los políticos iban por detrás -o al lado- de los intereses privados. Cualquier observador que haya seguido el proceso puede sacar la conclusión de que Gómez nunca ha sido un sancionado al uso, por muy alta que fuera la multa. La disciplina urbanística, como la tributaria, tiene una fuerza coercitiva del Estado que, aquí, no ha existido porque se ha funcionado siempre con el freno de mano echado. Algunos funcionarios con conocimiento directo sobre la gestión de la multa tienen, por ejemplo, espléndidos relatos sobre la materia. Gómez no ha sido el apestado que ahora vende una parte de la política sino un peligro potencial que, antes o después, daría la cara. Había, en suma, un interés generalizado por evitar eso. ¿Credibilidad? La misma que muchos actores políticos le han querido dar.
Y mucha hipocresía es la que hay. En IU, a pesar de las quejas de boquilla y de los lamentos, están encantados porque el propietario de las estatuas de los 55 ilustres cordobeses ha empezado a señalar a la exalcaldesa ahora que no tienen que sacar la cara por ella y que estaba apoyando al aspirante socialista, Juan Pablo Durán. El regidor y candidato de IU, Andrés Ocaña, sabe de sobra, porque es perro viejo, que llegado el momento no es él la pieza a batir en esta montería electoral.
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