Godland | Crítica

La cólera (nórdica) de Dios

Una imagen del filme de Hylnur Pálmason.

Una imagen del filme de Hylnur Pálmason.

Ya nos advertía el colega Gallego en su crónica del pasado SEFF: Godland se parte en dos entre su primer tramo viajero y paisajístico por los confines del mundo, a saber, en el tránsito marítimo entre el Continente y los espectaculares parajes del Sur de Islandia a finales del XIX, y una segunda mitad donde los personajes y el conflicto se estabilizan durante el proceso de construcción de la iglesia que, desde el primer momento, se convierte en el objetivo evangelizador que mueve a nuestro protagonista, un pastor jansenista danés aficionado a la fotografía.

Son precisamente unas fotografías encontradas en la zona el germen (nunca mostrado) de un filme que los más optimistas, tal vez el propio Pálmason (Un blanco, blanco día), querrían emparentar con la aventura herzogiana de Aguirre-Kinski en la selva amazónica, en ese primer recorrido donde la orografía, el clima y el folclore marcan el camino, el ritmo y una puesta en escena que se aferra al formato cuadrado, el gesto decorativo y las texturas analógicas de la fotografía como elementos para la composición, el movimiento (algo caprichoso) y el trabajo con la luz.

Ya allí se nos presenta a nuestro antagonista, el guía lugareño (Ingvar Sigurdsson) que encarna precisamente esa dialéctica con la fe y el gesto evangelizador que es también, no se olvide, un recordatorio de la vieja cuita histórica entre daneses e islandeses. Con todo es esa la mejor parte del filme, que descansa en la observación y esa evidente sensación de acompañamiento del cine concebido como aventura de riesgo físico a uno y otro lado de la cámara.

Es, sin embargo, en la segunda, una vez alcanzado el destino e iniciada la tarea de construcción y asentamiento, cuando Godland transita ya por terrenos dramáticos mucho menos estimulantes y (sobre)escritos, en una nueva dialéctica entre fe y pragmatismo, entre lo de fuera y lo propio, entre lo espiritual y lo carnal, que se resuelve por la vía expeditiva de una violencia demasiado anticipada como única solución y salida posible para el relato ante la mirada impasible de la cámara y el paso inevitable de las estaciones.