tribuna

Grupo Tomás Moro /

Los valores, una forma de entender la vida

CCUANDO una sociedad manifiesta el objetivo claro de enseñar como preferente al de educar -pues entiende que los conocimientos deben prevalecer sobre los valores personales-, es indudable que ha perdido el sentir a la hora de valorar la importancia de las cosas, primando las "formas" y "los modos" sobre todo lo demás. El resultado es la prevalencia del enfoque crematístico o comercial enalteciendo a cotas muy altas los valores que gran parte de la sociedad actual tiene como fundamentales, "ser, tener y poder". Se olvida así que todo lo que aprendemos no sólo ha de sernos útil, sino que, además, para que nos llene plenamente, ha de gustar y satisfacer también a los demás, pues de lo contrario acabará relegado al ostracismo más absoluto.

La actual sociedad del bienestar -de consumo y competitiva- concede primacía al desarrollo de los "valores sociales". Dicho así suena muy bien, pero, realmente, la sociedad, nuestra sociedad ¿sabe definir y distinguir entre los "valores sociales" y los "valores convivenciales"? En los primeros se da preponderancia a la capacidad de interacción y adaptabilidad del individuo con una finalidad clara de alcanzar la fama, el prestigio y el poder, el liderazgo en definitiva. En los segundos es fundamental la relación con el otro y conforman a cada una de las personas que componen los distintos núcleos de referencia que conviven y forman nuestra sociedad. Estos valores convivenciales son los que dan sentido de plenitud a la persona que los hace suyos y los vive como propios, y descubre por sí mismo al "otro" en la experiencia gratificante del compartir y vivir desde la donación y la gratuidad.

Hace unos días vivimos en nuestra ciudad el paso de la Cruz de los Jóvenes, cruz de madera que el papa Juan Pablo II obsequió a los jóvenes y que simbolizaba "el amor del Señor Jesús por la Humanidad y que sólo en Cristo, muerto y resucitado, está la salvación y la redención". La gente salió a la calle con el deseo de ver de cerca un símbolo de valores tan importante para unos y tan contrario para otros, pero nunca indiferente, sabedores de que un hombre supo hacer de su vida un constante esfuerzo por vivirla y por enseñar a todos que este trozo de madera lleva valores de vida y no de muerte.

Junto a la cruz la sociedad también nos muestra la cara. El auténtico peligro viene cuando estos valores sociales pasan a agregar el prefijo "a" y se convierten en asociales, pues al emanar desde la imposición administrativa y desde adoctrinamientos y axiomas que por su carácter egoísta y sistémico calan en el pensar, sentir y vivir de las nuevas generaciones, cambiando de forma y manera imperceptible -finamente- la escala de valores de la nueva sociedad. Ello hace que nos planteemos ¿qué modelos son los idóneos?, ¿son los deseados?, ¿facilitan la consecución de logros mayores?, ¿son los que necesita la sociedad?, etc., surgiendo, finalmente, la cuestión mayor: ¿son contrarios a los valores convivenciales?

Norman Malcolm (teoría del estructuralismo) define muy bien la clave para que una sociedad madure y haga feliz a sus componentes: necesita ser ordenada y rigurosa. En este contexto, constituye una imperiosa necesidad -como se postula desde la teoría social del aprendizaje- la búsqueda de modelos para conformar la personalidad, "al aprendizaje por la observación de un modelo". Y qué mejor modelo que el de la familia, porque es la familia la que posibilita al individuo un desarrollo equilibrado y compensador, la que garantiza el logro de los objetivos marcados por cada unidad familiar, que no es otro que generar personas capaces, autónomas y solidarias, que desde el sacrificio abnegado y feliz ayuden a sus vástagos a construir por sí mismos su futuro. A los poderes públicos corresponde hacerlo posible, pues la Constitución les encomienda la protección social, económica y jurídica de la familia (artículo 39).

Y ya que la educación debe tener por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y que también los poderes públicos deben garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (artículo 27 de la Constitución), los valores que se deben trabajar en nuestros centros educativos han de posibilitar el ejercicio de estos derechos de cara a la formación integral de nuestros educandos, necesitándose, sin lugar a dudas, de modelos claros que, desde la praxis cotidiana, hagan llegar a la conclusión a la persona que los vive que merece la pena su ejercitación y aplicación en el devenir cotidiano y rutinario.

En definitiva, algo tan simple como aprender a ser persona, como ejercitar la comunicación desde la escucha, como fomentar el diálogo. ¡Hagámoslo posible cada uno en nuestra familia, en nuestro entorno!, el mundo, sin duda, será mas feliz.

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