Cultura

Un puñetazo en la boca

Calamaro levantó el telón y dijo: "¿Dónde está ese tío?". Se hizo el silencio. Cuando me encontró, vino, se quitó las gafas y me dio un puñetazo en la boca. Con toda la razón del mundo, para qué nos vamos a engañar. Un puñetazo tan merecido como efectivo.

La leyenda le precede, y como las leyendas urbanas están para creerlas…, pues piqué. Pocas estrellas sonoras como Calamaro aglutinan tan ingente colección de chismes sobre los diversos capítulos en los que se desglosa su vida. Sobre sus poses, sus adicciones, sus conversiones, sus aflicciones… Sugestionado por tal retahíla de blasfemias me senté en la Axerquía esperando a un tipo domado por los avatares, de vuelta de todo, hinchado por los cambios de hábitos, meloso en su nueva vida, transformado por la paternidad, manso, y tal vez cansino en cuanto a canciones fetiche. La noche del viernes, sin saberlo, sin quererlo, sin darme cuenta, empujado por "lo que dicen", por el "¿sabes qué…?", hubiera ganado la carrera de sacos para tontos llenos de prejuicios. Por eso Calamaro me enfiló desde la primera nota, me golpeó sin mediar palabra, el muy bruto, y me hizo volver al mundo de la realidad, de la cordura, de "primero escucha y luego piensa". Los críticos también somos humanos y pecadores.

Hay quien se entretiene en hacer 2000 abdominales diarias. Calamaro hace canciones. Muchas canciones. Las hace al por mayor, sin ninguna vergüenza ni pudor. A cientos. Las hace redondas. Y luego viene a Córdoba y las canta con una banda arrolladora, eficaz, medida, eufórica, atronadora… No sé cómo lo hizo, pero fue un concierto de rock and roll abrasante sin necesidad de prescindir de su guiños tangueros, de algunas rarezas, de sus baladas o de fragmentos recitados del Martín Fierro. Después del puñetazo desperté dentro de una bola que rodaba colina abajo con cuatro guitarras haciéndome arder el estómago, un bajista que toca a la altura de las rodillas como una apisonadora, El Niño en una batería sublime que apostaba por reventar mi cabeza y el viejo amigo Tito Dávila tras un hammond belicoso y detallista. ¿Y Calamaro? Pues saltando, corriendo, chillando (¿Mika?), exhibiendo poder en tonos altos, blandiendo el pie de micro arriba y abajo como si fuera una pluma, haciendo el pollo, el ganso, sudando la camiseta y tocando un amplio y aplaudido repertorio sin perder el resuello. Buff. Calamaro en plena forma. Calamaro entregado, quitándose las gafas para saludar una y otra vez, como diciendo "este soy yo, de verdad, sin antifaz…". Calamaro desconcertante, cercano, agotador. Calamaro escalando de nuevo la cumbre a base de proteína (no más otras ina) y dando patadas a la chismología en un juego tan eficiente como saludable.

Hacía años que no asistía a un concierto tan embaucador. Hacía años que un directo no me sorprendía tanto. Que alguien no me animaba a bajar a la barrera. Y eso ya lo pensaba antes de que saliera Urrutia y cantara el Cuatro Rosas. Imagínense después. No voy enumerar las canciones. Ni a explicar la cara del público, sus manos, sus movimientos, su entrega… ¡Pues claro que tocó Paloma! Y Flaca, y Sin documentos, y El Salmón, y..., bueno, no iba a hacer ninguna lista, dije. Me puede. Me dejo llevar. Josele Santiago se tuvo que conformar con unas sobras que tampoco fueron migajas, pero es que después de Andrés muchos más de los que pudiéramos nombrar lo hubieran tenido muy difícil. Nunca pensé que un puñetazo pudiera saber a gloria.

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