Campiña Sur

El otoño cae en la Sierra de Montilla, la ‘pequeña Toscana’ de Córdoba

Poda en una viña en espaldera en la Sierra de Montilla. Poda en una viña en espaldera en la Sierra de Montilla.

Poda en una viña en espaldera en la Sierra de Montilla. / Robles

Escrito por

· Ángel Robles

Redactor

El otoño ha dejado caer una alfombra de tonos anaranjados en la Sierra de Montilla, corazón de la Denominación de Origen (DO) Montilla-Moriles junto a Moriles Alto, y las hojas de las vides exhiben estos días de noviembre la gama completa de rojizos y dorados de la paleta de un pintor. Hay a quien estos pagos donde crecen las viñas de calidad superior del marco vinícola cordobés le recuerdan a la Toscana italiana, aunque bien podría ser una Borgoña en miniatura o un Piamonte desde el que se contemplan las cumbres de la cercana Subbética.

Con todas estas regiones comparte Montilla-Moriles la creación de vinos únicos y una manera lenta de entender la vida, o slow como se vende en los circuitos turísticos. Toparse con un tractor puede alargar el viaje o, a estas alturas del año, una bandada de perdices de uno de los cotos de la zona puede atravesarse en mitad de la carretera y no hay nada que las quite. Es habitual que ocurra en la CV-208, la carretera que lleva hasta Llanos del Espinar serpenteando entre olivares y viñas. El espolón rocoso de Piedra Luenga se queda atrás y a uno y otro lado empiezan a surgir casas de labor y lagares, construcciones agrarias centenarias donde antaño se molturaban las uvas para servir el mosto a las bodegas. Ahora fabrican sus propios vinos, frescos, originales, únicos, inconfundibles.

Llegó a haber más de 70 por estos pagos, y ahora apenas sobreviven una decena, como Saavedra, Cañada Navarro, Lagar Blanco, La Primilla, Los Raigones o Los Borbones, que forman una asociación que desde hace años trabaja por situar estas tierras en el epicentro del turismo vinícola. Cualquiera de ellas se puede visitar, en ruta o de manera aleatoria, según casualidades, intereses o caprichos –todas ofrecen información actualizada y teléfonos de contacto en sus páginas web-. Es fácil reconocerlas en el paisaje con sus casonas blancas y antiguas, pespunteadas por cipreses y buganvillas que todavía conservan la flor, y anunciadas por el ladrido de un podenco.

Laboreo en La Primilla. Laboreo en La Primilla.

Laboreo en La Primilla. / Robles

Aunque lo que estos días llama la atención es el color de las vides, rojizas, ocres, doradas, amarillentas. Las hay en vaso, algunas centenarias,  y en espaldera, las más nuevas. Unas y otras recrean formas geométricas en las lomas, como si hubiera caído una colcha de patchwork sobre el paisaje. Lo mejor es salirse de la carretera por algún camino. El que conecta el lagar del Pozo con bodegas Maillo, cruzando el arroyuelo Benavente, exhibe alguna de las mejores vistas, con parcelas que dibujan líneas que se cortan como un capricho de no se sabe quién. Ahora es momento de poda, por lo que es habitual encontrarse con pequeñas cuadrillas entre las hileras de vides, aunque hay que fijarse bien porque a veces solo se divisan las cabezas en la lejanía de un paisaje que parece pintado.

De regreso a la CV-208, la carretera se curva y descubre la espadaña blanca de la parroquia consagrada, como no podía ser de otra manera, a San Isidro Labrador, patrón de los agricultores. Es discreta y rural, pero en cuestión de vinos no debe tener competencia. A menos de un kilómetro, uno tras otro, se suceden el lagar del Juez, la Lagareta, Los Raigones y, arriba del todo, La Primilla, con el gato Laurel ronroneando entre las macetas. Desde la torreta que hace de mirador se obtienen las mejores vistas posibles de la zona: las vides que cambian de color a diario antes de quedarse peladas, las pequeñas columnas de humo blanco resultado de la quema de sarmientos y pámpanos secos, un tractor que recorre un camino a cámara lenta, los nubarrones de mediados de noviembre que arrastran el agua necesaria para que el paisaje se regenere.

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