El restaurante está vacío y los camareros con chalequillo del color de la bandera de la ciudad están de palique. La enorme pantalla de televisión, siempre encendida a esta hora, es hoy un espejo negro. Salvo una mesa ocupada por dos hombres y una mujer mayores de 65 años y un tipo en la barra enganchado a los auriculares conectados a su móvil -"lo de Vitolo aún no es seguro", dice al aire mientras engulle un trozo de solomillo al whisky-, no hay nadie más. La jeta del cocinero, más aburrido que relajado, se enmarca bajo un azulejo con la palabra cocina sobre una abertura por la que apenas salen platos y su gesto descargado de cualquier responsabilidad evoca el careto del taquillero de un cine X . El hombre de los auriculares menciona a Simeone. Uno de los camareros suelta una parrafada que corona con la palabra cabrón. El cocinero hace el intento de silbar, pero lo deja a los pocos segundos. Cierto, no parece relajado, sino aburrido, y quizás está preguntándose por qué no entra de repente y en tromba en el restaurante un grupo de turistas perdidos, hambrientos y sedientos después de haberse dejado las pestañas consultando al revés su manoseado mapa plegable.
El camarero de la barra pregunta:
-¿Otra cervecita, caballero?
Respondo sí, a pesar del diminutivo.
Los camareros no están acostumbrados a este silencio -los dos hombres y la mujer mayores de 65 hablan en voz muy baja y el tipo anclado a los auriculares come y escucha qué pasa con Vitolo sin comentar ya nada de nada- e intentan romperlo como pueden, rellenando con su cháchara una falta de ruido que les resulta ajena y molesta… Y mostrándose solícitos y ultraserviciales, hoy que pueden. No se oye entrechocar de platos y vasos, no se derrama ninguna jarra ni va a parar al suelo ninguna bandeja, no se vocean comandas, no hay clientes impacientes y maleducados, no hay niños berreando ni jugando con los cubiertos, no hay aglomeración en los servicios con una limpieza e higiene de publicidad televisiva. El salón-comedor parece la exposición de una tienda de muebles de saldo, con los manteles impolutos. El cocinero se vuelve, da la espalda a la barra y contempla su cocina fría y silenciosa como un depósito de cadáveres.
El camarero de la barra, acechante, descubre de nuevo el vaso ya casi vacío.
-¿Otra cervecita, caballero?
-Sí.
Otra. A la mierda el diminutivo.
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