Noches de verano

Espetos en un chiringuito.
Espetos en un chiringuito. / Javier Albiñana

29 de junio 2025 - 06:58

No sabemos exactamente desde cuándo es verano. Ya no lo diferenciamos de otras estaciones. Hasta nos creemos que es la gran estación, que permite unas breves incursiones de las otras. Unos días de otoño, por aquello de las hojas que caen y las castañas. Un ratito de invierno, que es bueno airear los abrigos. Unos minutos de primavera, que las fotografías de los campos de girasoles quedan la mar de monas en los instagrames. Pero ahora es verano, verano, sin excusas, hasta porque lo dicta y dice el calendario.

El calendario nos marca muchas cosas a lo largo del año, si lo pensamos un momento. Durante el verano, en nuestros veranos, todo es largo. Todo. Los días son largos, pensando siempre en ese fresquito de la noche, que en muchas ocasiones es una epifanía que nunca sucederá. Pero cada día lo soñamos. Tal vez eso sea la esencia de la resilencia.

La vieja resistencia de siempre, pero adaptada a la moda de los palabros, vocablos y demás sustantivos de temporada. Como las sardinas. Qué ricas en verano. Pienso en la playa, en todas mis playas. Pequeñas y saladas, las sardinas de los espetos en la Costa del Sol. Ya quedan pocos espeteros, pero los que permanecen son una demostración de alquimia. La resilencia de los espeteros, podría ser el título de una novela fabulosa. El crujido y la llamarada de los espetos en la noche mediterránea. Que es la noche de todos los tiempos, porque ese mar pequeño y maltratado ha sido la autopista de todas las civilizaciones que han puesto un granito de arena, o un acueducto, en esto que ahora conocemos. La noche de todos los tiempos.

Si la anhelada epifanía matinal no se cumple, las noches de verano pueden ser mucho más largas que los días. Pueden ser interminables. A lo largo del tiempo he probado todas las técnicas posibles para hacerlas más asequibles. Lecturas a la luz del farol, flicflic con agua del frigo. Ese instante placentero que apenas dura un suspiro helado en la noche del horno abierto. He calentado baldosas. Despertaba con la sensación de fractura, creía que me iba a romper en el siguiente movimiento.

Qué noches, esas noches. Noches de charla, si encontraba una charla amiga. Noches de escritura febril, como un Calamaro de canciones necesitadas de volcar en las pistas. La música de las noches de verano. Rigoberta Bandini, Pet Shop BoyS, Leiva, Bunbury o Calamaro, de nuevo. Ser salmón, como canta el argentino, puede ser una opción. Pero teniendo claro que el río puede que sea de lava. Acabo de leer que España es el segundo país del mundo que más juega al Solitario. Nunca he sido aficionado, una vez lo jugué y no me entusiasmó. Demasiado previsible. Pero sí recuerdo noches de verano jugando al Tetris. Y cuando al fin el sueño me vencía, soñaba que las piezas encajaban, y encajaban, y volvían a encajar.

Encajar piezas, o encajar días. Encajar ideas, o encajar vidas. Durante las largas noches de verano se puede llegar a pensar mucho, pero mucho. De lo corriente, de esa factura por llegar, de las notas del nene, pero también de esos asuntos trascendentales que la mayoría de las veces vinculamos a un filósofo griego. Pero todo es rutina, todo, hasta lo que consideramos más elevado. En una larga noche de verano, entre ventilador y aire acondicionado, escribo estas palabras que pretenden ser un mantra, incluso un placebo. La pastillita que engaña pero no cura. Las horas que no pasan, y la música que suena y esas novelas que se devoran. Tiempo de historias. Pero sobre todo tiempo de resilencia. Esa palabra. Nos debemos esa intención, también durante una noche de verano. Como esta.

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