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El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, Premio Princesa de Asturias 2025, autor de libros de gran éxito y títulos suficientemente explícitos sobre sus líneas maestras de pensamiento como La sociedad de la transparencia, La sociedad paliativa. El dolor hoy, La expulsión de lo distinto, La desaparición de los rituales, El espíritu de la esperanza (todos en Herder) o Vida contemplativa. Elogio de la inactivida” (Taurus), ha dicho, refiriéndose al capítulo La obligación de ser feliz de su libro La sociedad paliativa: “Nos venden la felicidad como un estado continuo de rendimiento emocional, y si no lo alcanzamos, sentimos que fracasamos. La obligación de ser feliz genera una presión devastadora. Hemos convertido la felicidad en un mandato individual”.
Consuela leerlo. La tiranía de la felicidad obligatoria grava la ineludible infelicidad y el inevitable dolor con el peso del fracaso. No ser feliz es una tara, una debilidad, una carencia, una derrota de la que solo nosotros somos culpables. De la lucha grandiosa contra el dolor físico –nunca agradeceremos bastante a los investigadores los avances de la anestesiología y los cuidados paliativos– se ha pasado a la lucha estúpida contra el dolor moral y sentimental, contra la infelicidad, la tristeza o la melancolía utilizando, en el mejor de los casos, analgésicos psicológicos, seudofilosóficos o seudoreligiosos (estos menos, por supuesto) que al menos no causan pérdida de conciencia; y en los peores, anestésicos intelectuales y emocionales que bloquean la sensibilidad o la conciencia.
Por mi parte me acojo, como ideal proyecto de vida y aspiración máxima, a lo que el último Blanco White, echando de menos a Sevilla desde su largo exilio, escribió: “Bajando estoy el valle de la vida, y todavía se fijan mis pensamientos en aquellas calles estrechas, sombrías y silenciosas (…) donde los pasos retumbaban en los limpios portales de las casas, donde todo respiraba contentamiento y bienandanza, modesto bienestar ensanchado por la alegría y por la mesura de los deseos”.
A nada mejor aspiro, bajando también el valle de la vida, que a este modesto bienestar ensanchado por la alegría y la mesura de los deseos. Todo lo demás lo dejo aquí en las manos del Gran Poder y allá en los ojos de la Esperanza Macarena.
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