Cordobeses en la historia

Matilde Cabello

El nieto de la matrona pontanesa que inauguró la democracia local

Julio Anguita González nació en la Córdoba que sabe a sal y espetos, conjugó el verbo ser y leer en Galicia, y en Cañero Viejo aprendió a amar la capital omeya, a la que representó como pocos.

Hacía dos años que España había dejado de estar oficialmente en guerra con sus entrañas. La paz había dejado paso a la victoria y al racionamiento. Heridas profundas, que hoy no parecen cerradas a pesar del dolor, germinaban en Europa para prolongarse durante seis años más después de haber tenido en el suelo patrio su encarnizado laboratorio.

Hacía décadas que los cordobeses tomaban el Tren Botijo a la costa de Málaga, la otra Córdoba; la de la mar que era prolongación de los saltos de muchachos desde el molino del Guadalquivir, los concursos de regatas y natación; la de la barca del Maero.

Quizá por eso en Fuengirola se establecieron los pontaneses Mateo y Artemisa; practicante él y matrona ella. Allí decidieron abrir su clínica y buscarse el sustento, y allí, con su ayuda, nació un 21 de noviembre de 1941 su nieto Julio Anguita González. El chiquillo convivió con los marengos tres meses, y a esa edad se lo llevaron sus padres a la calle Betis de Sevilla, la ciudad en la que permaneció hasta los dos años. Sin embargo, las secuelas del 39 y la movilización del padre al Pirineo, al que acompañó la madre, determinaron que durante tres años quedara al cuidado de los abuelos paternos, Manuela y Julio, en la gallega Villagarcía de Arosa. De la mano del perseverante abuelo Julio, con poco más de tres años, el niño aprendió a leer.

Fueron tiempos que quedaron para siempre en la retina y el corazón de aquel pequeño, criado por los padres de su padre, a los que perpetuamente asociará y vinculará sus primeros recuerdos; las ferias, los tebeos, los primeros libros: el despertar.

Apenas superados los cinco años de vida, un nuevo destino militar del padre, esta vez a Córdoba, hace que el pequeño Julio Anguita arribe a la ciudad a mediados de los 40. Aquí llegó una noche con los abuelos y se instalaron en una casa de la calle Julio Alarcón de Cañero Viejo. Atrás quedó la iniciática Pontevedra, el vaso de leche y el tranvía de la Puerta del Sol madrileña en un largo viaje que, dos días más tarde, harían sus padres. En aquel emblemático barrio cordobés, que entonces no alcanzaba la decena de calles y en donde el autobús paraba en la taberna Juanillón, Julio jugó al balón, las bolas y a la tache con una lima. Allí, cerca de la Choza del Cojo, entró en contacto con el aire y el sol y aprendió qué era ir de perol al Arroyo Pedroches. Tiempos en los que recuerda intactos los paseos en coche de caballos de Antonio Cañero por la Huerta de la Viñuela, la entrada por el arco triunfal de Franco allá por la gasolinera de Vilches, o la ambulancia que trajo el luto a Córdoba desde Linares a finales de agosto del 47.

Ya para entonces Córdoba había pasado a formar parte de su ser, y en la calle San Andrés una maestra "miga", que lo había sido antes de su madre, completó sus primeros pasos en el saber que el niño compaginaba desde siempre con la lectura voraz de los tebeos de la época: "En mi casa no faltaba nunca nada que leer" recuerda. "El TBO, Pulgarcito, DDT, La Codorniz, novelas de Álvaro de Retama, Astracán, la revista argentina Para Ti o el diario Pueblo, que entonces era lo más abierto del régimen". De aquella "miga" y conducido por Presentación Garrido, entró como párvulo en la Academia Hispana del Gran Capitán, donde siendo adolescente concluyó el Bachillerato Superior y la Reválida en jornadas lectivas que iban de lunes a sábado, con sus tardes, salvo la del jueves; trayectos recorridos a pie cuatro veces al día desde La Magdalena donde ya vivía, y en donde hizo la Primera Comunión, cargados de lecturas desde la Divina comedia de Dante Alighieri o el Fausto de Goethe, a Jaime Balmes, Donoso Cortés o Las tribulaciones de don Prudencio, que con pseudónimo escribió el almirante Carrero Blanco. Porque, dice: "En mi casa se leía, en una España en la que no se leía".

Como predestinado y decidido ya a divulgar el conocimiento que atesoraba, el joven Julio Anguita estudió Magisterio y se hizo maestro, impartiendo la docencia en distintos colegios de Andalucía, la provincia y la capital. Se licenció después en Historia Moderna y Contemporánea. Su sólida formación intelectual, arropada por una mente y oratoria brillantes, respondía ya a la manera de entender la política del año 31. Así, inició un largo y proceloso camino jalonado por su sentido del compromiso humanista, que arrancara a finales de los 60 en la Comuna Revolucionaria de Acción Social, organización dedicada a la enseñanza, el PCE, y su maestro en el Racionalismo, Rafael Balsera del Pino. Fueron largos paseos hasta el Cerrillo, las Ermitas o la Cuesta del Reventón.

Este cordobés de sal nacido en Fuengirola, historiador, escritor y sobre todo maestro, es un hombre disciplinado desde que abrió los ojos. Alcalde de Córdoba durante siete años y Secretario General del Partido Comunista de España, bajo su mandato el Pueblo de Córdoba inauguró la nueva Casa Consistorial, en donde permaneció solo en su despacho una noche de febrero de 1981, cuando la fuerza intentó vestirse de gala. Alcalde de obispos y político programático, coherente y fiel a sus credos, permanece inalterable a su forma peculiar y a sus ansias de saber. Sus delicados sístoles y diástoles, que han pagado a la vida altos aranceles, siguen execrando "de la maldad de las guerras y de los canallas que las alientan y sostienen".

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