La Inmaculada Concepción

La belleza de la sexualidad se revela cuando está unida al amor: no como mera atracción física, sino como don total de la persona, comunión de cuerpos y almas

El Adviento no es Navidad

La Virgen de la Inmaculada Concepción, durante una procesión.
La Virgen de la Inmaculada Concepción, durante una procesión. / Miguel Ángel Salas

Córdoba, 07 de diciembre 2025 - 06:59

Celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, patrona de España desde tiempos de Carlos III, y también del Arma de Infantería, entre otras instituciones y cuerpos. Esta no es solamente una fiesta religiosa: fue deseada y promovida desde el ámbito laical por el pueblo español, por las Universidades de Salamanca y Alcalá, y por los Tercios del ejército. Calderón de la Barca, soldado profesional de aquellos tercios, juró, junto a otros compañeros, derramar su propia sangre en defensa del gran dogma mariano.

Recordamos asimismo la hazaña victoriosa de los soldados españoles del Tercio de Flandes, bloqueados en la isla de Bommel por la escuadra holandesa y asediados por el hambre y el frío. De pronto, se vieron liberados por el hallazgo milagroso de una tablilla de la Inmaculada, de vivos colores, encontrada mientras cavaban una trinchera el 7 de diciembre de 1585. En la madrugada del día 8, una espectacular helada congeló las aguas, y la flota holandesa, al intentar abandonar el cerco, fue derrotada por los tercios españoles.

Pero vayamos por otros derroteros. Celebramos que María fue inmune de toda mancha de pecado desde el momento mismo de su concepción. Dios quiso preservarla porque iba a ser su Madre y, como dijo Duns Scoto, formado en Oxford: "Pudo, convino, luego lo hizo". Esto contrasta con nuestra condición de pecadores, pero nos llena de gozo tener una Madre Purísima.

A Ella acudimos recitando la preciosa oración-poesía: “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial Princesa, Virgen Sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía".

Hoy tampoco disfrutamos de tiempos pacíficos. Además de las guerras que asolan el mundo, asistimos a un feroz ataque contra la expresión natural de la sexualidad. Cuando el sexto Mandamiento de la Ley de Dios nos pide “no cometerás actos impuros”, no está prohibiendo la sexualidad, sino defendiéndola de su lado oscuro: del egoísmo y de la manipulación.

La sexualidad, como todos los apetitos humanos y funciones fisiológicas, es buena. Tiene su origen en el deseo creador divino. Según el libro del Génesis: “Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno”, hermoso. Las imágenes de la Inmaculada representan a la Virgen como una mujer vestida de sol, coronada de estrellas y pisando la cabeza de la serpiente. Es por la influencia del maligno que hemos perdido el sentido originario del sexo.

Dios quiso que la criatura humana, única hecha a su imagen y semejanza, se le pareciera en lo más grandioso: dar vida. Confesamos que el Espíritu de Dios es “Señor y dador de vida”. También nosotros podemos darla desde el amor. La gran fuerza de la sexualidad está ligada a la grandeza del amor fecundo. El sexto mandamiento protege ese amor, invitando a que su ejercicio no sea algo encerrado en sí mismo, sino abierto al otro, en el contexto de una entrega completa de alma y cuerpo, personal y no meramente individual. De ahí brota su apertura a la vida.

Para San Juan Pablo II, la unión carnal entre marido y mujer es una epifanía del amor divino: un acto humano que revela el misterio de Dios, une a los esposos en comunión plena y los abre a la creación de nueva vida. Es un lenguaje que, bien vivido, se convierte en oración y sacramento de esperanza.

Pocas experiencias tienen la fuerza de la unión marital, porque pocas expresan algo tan grande y noble. Esta atracción creacional busca la continuidad de la vida, perpetuar la especie humana y proporcionar un entorno de amor a la nueva criatura, único ámbito acorde a la dignidad humana. El gran mentiroso, enemigo por antonomasia de la humanidad, intenta ocultar esa hermosa faceta para mostrar solo el lado oscuro del sexo, su aspecto interesado.

La belleza de la sexualidad se revela cuando está unida al amor: no como mera atracción física, sino como don total de la persona, comunión de cuerpos y almas, y apertura a la vida. Lo demás se queda en un mero placer que no llena ni da auténtica alegría. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: “Solo los limpios de corazón saben sonreír.”

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