No parece que Escrivá, nuestro ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, tenga muy claro cómo resolver el laberinto de la sostenibilidad futura del sistema español de pensiones públicas. Con el ultimátum, además, de las autoridades europeas (el comisario de Economía, Paolo Gentiloni, ya ha ligado de forma inexorable la liberación de fondos europeos para España a la reforma fiscal y a la de las pensiones), ahí anda el hombre en interminables conversaciones que no auguran ninguna luz.

En verdad, no lo tiene fácil. En 2023, el Ejecutivo prevé destinar al pago de pensiones 190.687 millones de euros, un 14,7% del PIB. Si nada cambia, es seguro que esa enormidad irá en aumento. Y es que el sistema vigente es de una prohibitiva generosidad: la rentabilidad real de las cotizaciones a la Seguridad Social se acerca al 3,5% y proporciona al jubilado una ganancia del 74%, esto es, por cada euro abonado acaba recibiendo 1,74 euros. Añadan que la diferencia entre el último sueldo percibido y la primera pensión es de las más bajas del mundo (la tasa de reemplazo o de sustitución ronda el 80%, siendo de media en los restantes países en torno al 50%) y que el pensionista promedio español recupera el importe pagado 13 años después, a los 78. Lo que resta entre esa edad y la que fija nuestra actual esperanza de vida corre a cargo del Estado.

Las cosas pueden ponerse aún peor: si combinamos el aumento lógico de dicha esperanza (lo que no es ninguna osadía dados los avances médicos y farmacológicos y la implantación de hábitos más saludables) con la jubilación masiva, a partir de 2022, de los integrantes de la generación del baby boom, una generación que logró una cualificación profesional mayor que cualquier otra y que, por ende, recibirá pensiones más altas, el horizonte se ennegrece casi sin remedio. Únase, para mayor pesimismo, la merma en los salarios que hoy se perciben y se comprenderá así la exactitud de tal afirmación.

Las soluciones de Perogrullo son inviables en la práctica: aumentar fuertemente la presión fiscal o reducir drásticamente otras partidas del gasto nos adentraría en otros laberintos de igual complejidad. El ciudadano no soportaría ver todavía más disminuido su poder adquisitivo, en el primer caso, ni un empobrecimiento mayor de nuestros sistemas sanitario y educativo, en el segundo.

¿Qué hacer? ¿Hay algún arreglo? De esto, con un millón de dudas, me ocuparé la próxima semana.

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