Solo pudo suceder así

Cualquier otro final del Hijo de Dios hubiera llevado a la imposibilidad de la redención

Los méritos de los justos de esta ciudad, que alguno habrá, aunque casi todos callaron, han conseguido librarnos en parte del doble castigo merecido por la ignominia y la cobardía. Así, tal vez aún podremos contemplar en la calle esta Semana Santa algunas imágenes de las que nos conmueven y nos interpelan como vienen haciendo de generación en generación desde hace siglos. Pienso en la que más frecuento, la de mi hermandad del Señor de la Buena Muerte, que precisamente cumple ahora 400 años desde que la creara la prodigiosa gubia de Juan de Mesa. Una muerte tan dulce y consoladora en las manos del escultor cuanto inexacta a tenor del testimonio conjunto de los evangelios y la Sábana Santa, que nos hablan de padecimientos terribles y de un Jesús en la cruz casi irreconocible por los tormentos.

Y como siempre, pero especialmente en estos días, nos vemos sacudidos por preguntas abrumadoras: ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Por qué esa muerte atroz? ¿Era necesaria? No son preguntas baladíes, de su respuesta ha dependido el tipo de religión que los cristianos hemos vivido desde hace dos milenios: desde el necesario cumplimiento de profecías hoy ignoradas a la casi irresistible por desgarradora de “por mis pecados”, o la inaceptable para muchos de exigirla el mismo Dios como reparación por la caída. Ciertamente, el mysterium iniquitatis, triunfante hoy como lo estaba en tiempos precristianos, desvelado en toda su maldad por los recientes libros de Alejandro Rodríguez de la Peña, supera la comprensión y veda la adhesión a respuestas luminosas, aunque terribles, como las que satisfacían la fe de nuestros padres. Desde lo hondo del misterio y del dolor es posible aventurar que cualquier otro final del Hijo de Dios hubiera llevado a la imposibilidad de la redención, único fin de su presencia entre nosotros. Imaginemos un Jesús maestro de la ley, fallecido anciano, rodeado de sus discípulos, tal vez en Alejandría o Antioquía tras la destrucción de Jerusalén; o convertido en sabio estadista tras realizar los sueños mesiánicos de tantos de sus seguidores, fundador de un estado judío libre de la opresión extranjera. Esos u otros finales felices y aceptables, ¿hubieran hecho posible al Cristo, al Salvador? Evidentemente no y, entre las infinitas consecuencias de ello, ni mi vida hubiera sido la misma ni probablemente tampoco la de usted, amable lector, que me ha seguido hasta aquí.

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