Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
La Rayuela
Qué hacemos con las primeras damas y damos de nuestra democracia? O mejor aún, ¿queremos tenerlos? El presidente español nos ha invitado a reflexionar estos días sobre política, medios y justicia. ¿Y si lo hacemos también sobre el papel de los cónyuges o parejas? ¿Y si abrimos ese melón para no dejar un tema tan sensible al criterio de los mandatarios y sus familias? ¿Hay que regularlo de forma explícita?
Escudriñar en la vida, obra y sustento de la pareja u otros parientes de un dirigente político es habitual dentro de cualquier democracia o régimen político en el que hay libertades. Otra cosa son los límites de ese juicio público. Pero sorprenderse porque ocurra sería un síntoma de bisoñez impropio de Pedro Sánchez. ¿Es muy distinto lo que están viviendo él y Begoña Gómez de lo que les ha ocurrido a tantos otros? Seguro que no. Y el presidente los conoce. Quién no se acuerda del marido de Susana Díaz, que tuvo que comparecer en el Parlamento para explicar que se había casado con un “tieso”.
Las esposas de los presidentes españoles de nuestra democracia han tenido papeles muy distintos, desde el casi anonimato de Elvira Fernández (cónyuge de Mariano Rajoy) al protagonismo político de Ana Botella o el activismo feminista y parlamentario de Carmen Romero. Hace pocos días, en los periódicos de Grupo Joly, Francisco Sánchez Zambrano firmaba un reportaje premonitorio sobre este debate: Paso a la mujer del presidente del Gobierno. Se remontaba a 1989, cuando la esposa de Felipe González quiso ser candidata al Congreso, un paso no exento de polémica en aquella España.
La solución no puede ser condenar a los cónyuges a un papel decorativo, de discretos acompañantes entregados a las causas benéficas o al mundo de la moda, que parece menos sospechoso que el de las consultoras, aunque no tiene por qué. Es impensable que en nuestro tiempo, sólo esperemos de ellos que sus atuendos sean estilosos. No habríamos evolucionado tanto desde aquellos tiempos de antes de Cristo en los que la bella Pompeya fue repudiada por su marido, Julio César, por pura estrategia política.
Estos hombres y mujeres deben ser libres para el ejercicio de sus respectivas profesiones o aficiones, pero es inevitable que existan ciertos límites, hasta ahora sometidos al ambiguo criterio del sentido común, que debe de ir más allá de las cortapisas legales. Porque la unión de estética y ética, traducida en credibilidad, también tienen valor en una democracia moderna.
También te puede interesar
Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
La ciudad y los días
Carlos Colón
El papel de Juan Carlos I
Quousque tandem
Luis Chacón
Indigenistas de guardarropía
El habitante
Ricardo Vera
7 de octubre
Lo último