Opiniones, opiniones...

En ocasiones, el diálogo puede conducir a un consenso verdadero no basado en la violencia o el manejo

En un viaje que un famoso reportero consiguió hacer a Corea del Norte, hablando con la guía que las autoridades le han proporcionado, ésta, tras comentarle que en su país todo el mundo tiene los mismos pensamientos, le dice: "En Francia no todo el mundo piensa de igual manera. Esto trae problemas". Y claro que, a veces, los trae, pudiera decir cualquiera, sin detenerse a analizar, más allá de lo preciso, el significado ideológico de lo que da a entender esa apreciación de la norcoreana. París, por ejemplo, dice Guillermo Altares, es la ciudad de las revoluciones: 1789, 1832, 1848, 1871, 1968…

Sin embargo la dialéctica "opiniones, opiniones…" encierra mucha más complejidad de lo que a primera vista pudiera pensarse y no puede despacharse así como así con conclusiones simplistas. El primer paso para conocer el alcance de esta realidad es saber si se le puede aplicar aquello de destrucción creadora, es decir, si el enredo de "opiniones, opiniones…" es solo una retórica incluso combativa (hundir al adversario) o, por el contrario, viene a ser un remedio de contraste que hace avanzar el mundo o la sociedad que tenemos delante. Por eso, hablando de opiniones, de diferentes puntos de vista que llevan a diversas actitudes y comportamientos, con el consiguiente riesgo de refriegas, hay autores que, por ejemplo, han intentado estipular unas condiciones del diálogo en una serie de reglas racionales susceptibles de considerarse universales. Lo que lleva a una suerte de comunidad ideal de comunicación como supuesto ineludible de toda conversación no manipulada y racional. Sólo allí donde esas condiciones se dan, el diálogo puede conducir a un consenso verdadero no basado en la violencia o el manejo.

Se plantea Richard Rorty, uno de los más grandes filósofos del siglo XX, hablando de este juego público de "opiniones, opiniones…" que ser conscientes de la relativa validez de las propias convicciones y, aun así, defenderlas resueltamente desde la palabra, es lo que distingue a un hombre civilizado de un salvaje. Y que sirve para darnos cuenta de cómo, sin pretenderlo, es una forma de crueldad con la que en ocasiones tratamos a otros seres humanos, y una llamada a prestar más atención a los demás, para evitarla. Crear un ambiente de crispación, además de una crueldad, es la torpe ingenuidad o escasa inteligencia de creer, porque produzca ruido, que tapa el verdadero problema.

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