Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
Quousque tandem
Un reaccionario es más extremista que un conservador. Quiere recrear un pasado idealizado, en tanto que el conservador cree muy poco en el progreso y prefiere el inmovilismo de lo conocido ante el miedo a lo nuevo. Enfrente, un radical querrá reformar profundamente lo que está vigente y el revolucionario abogará por derruirlo e instaurar un orden nuevo sobre las cenizas del anterior. En medio, casi como un pivote, siempre en equilibro ante la tracción de las demás posturas están quienes defienden que el progreso es natural, necesario y beneficioso para la Humanidad, aunque siempre suponga riesgos.
Cualquiera de esos postulados es admisible si se aportan argumentos sólidos. Y, sobre todo, si no se pretenden imponer por la fuerza. Algo extraño al ideario de reaccionarios o revolucionarios, salvo entre aquellos que se separan de la sociedad creando burbujas en las que hacer posibles sus ideales. Oponerse a lo antiguo o a lo nuevo. La memoria del pasado recoge tanto la sabiduría y bondad de los que nos precedieron como sus miedos y crueldades. Idealizarlo es tan irracional como confiar ciegamente en lo que está por venir. No todo avance científico o tecnológico, ni cualquier propuesta innovadora en lo social, económico o político son beneficiosas por el mero hecho de ser nuevas.
Novolatría llamó el filósofo francés, Jacques Maritain, a ese desmedido culto irracional a lo novísimo. Sea en el ámbito social, espiritual, cultural, social, económico o, como está ocurriendo con la llamada Inteligencia Artificial, tecnológico. Hay quienes, puerilmente fascinados ante la anécdota, desprecian la categoría. Este avance, que ya es una realidad entre nosotros, y no precisamente desde ahora, traerá beneficios a la sociedad en su conjunto. Algunos ya son palpables. Pero no cabe duda de que supone riesgos no menos evidentes. Si el desarrollo de la IA desprecia la ética y obvia el respeto a los derechos humanos en el diseño de nuevos instrumentos, nos encaminaremos hacia la esclavitud tecnológica como novólatras abducidos por un nuevo dogma. Nadie sensato debería confiar ciegamente en la tecnología si puede limitar nuestros derechos fundamentales. La desconfianza debe vigilar este proceso tecnológico. Es fundamental, por tanto, guiarnos, en este camino de progreso, por nuestros principios democráticos, sin sucumbir irracionalmente a los cantos de sirena de lo novísimo por el mero asombro que provoca.
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