A lo largo de mi vida he tenido una relación diferente con la Constitución. Al principio, muy al principio, no me parecía bastante. Supongo que el hecho de que la dictadura precedente fuera una salvajada lamentable me hacía situarme en posiciones menos prácticas, algo así como "si no quieres arroz, dos tazas", poniendo más el acento en cómo se salió del franquismo que en salir propiamente. Luego, muy probablemente porque me tocó estudiarla y conocer los esfuerzos de su gestación así como las fuentes de que se nutrió, respeté mucho su contenido y la visión de un país mejor que, en la época de su redacción, era un ejercicio de política-ficción. Y año tras año, legislatura tras legislatura, incluso cuando eran normales, ese respeto se ha ido transformando en alivio, en una sensación de cierta tranquilidad a pesar de la incompresible debilidad ideológica y operativa de la politiquita de ahora, con los politiquitos de ahora. Es un asidero razonable, una tabla de salvación. Tal como está el patio, menos mal.

El sistema constitucional que se abrió en 1978 nos ha permitido un marco jurídico estable de libertad como nunca antes. Claro que la voluntad de cada cual habría dispuesto otras soluciones, pero es una casa común aceptable. No se me escapa, y durante mucho tiempo lo critiqué, que una de las instituciones que la Constitución consagra para nosotros vino pre-redactada, impuesta decía yo (con otros muchos) entonces, aunque ya he escrito otras veces que, al final, importan los valores, y que hemos digerido y construido, sin República, una esencia republicana, y, de todas formas, la estética no lo es todo. Imperfecta como es - y, ojo, tampoco tanto-, resolvió las tres cuestiones que siempre habían sido objeto de, primero, disputa, y, después, conflicto, en nuestro país: democracia parlamentaria, derechos fundamentales y modelo territorial. Y han funcionado, que es lo más importante.

La Constitución es una herramienta estructural para sobreponerse a la coyuntura del momento. Es un impulso cuando la realidad se muestra deprimida, poco ambiciosa, y un dique si las aguas bajan revueltas, cuestionándolo todo solo para salvar la parte de cada cual. Y es rígida, sí. Cambiarla cuesta. Y tiene su lógica. Imaginemos que una mayoría coyuntural, exigua pero mayoritaria al fin y al cabo, pudiera vestir sus decisiones puntuales, ligadas a sus necesidades y deseos concretos del momento, con una reforma constitucional facilona que las legitimara. Duro. Ya se hace incómodo soportar la banalidad vanidosa de esos momentos como para darles valor constitucional.

Hoy, a un paso de la mitad de mi vida, celebro que la tengamos. Defenderla, también con sus mecanismos de reforma que exigen, por fortuna, amplísimos consensos, hoy ilusorios, es una garantía frente a los extremos, que falta nos hace. Ni más ni menos.

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