Fuegos artificiales

Lo más triste es la imagen que el Gobierno transmite de querer solo tapar agujeros sin tiento y con precipitación

La idea, en principio, tenía sentido. Si un gobierno ha perdido credibilidad y sus promesas no despiertan interés más allá de sus allegados, cabe la posibilidad de acudir a la mediación de una serie de personas no comprometidas con la política militante y con buena experiencia en sus especialidades. Elegidas precisamente para que sean aceptadas, por unos y otros, por su capacidad profesional y por saber mantenerse al margen de presiones e intereses. Crear una comisión de este tipo supone, por parte de un gobierno, delegar poder mostrando así debilidad al reconocer dificultades para solventar problemas. Pero también es señal de abertura a otras opiniones ajenas, a instituciones no estrictamente políticas, para tender, a través de ellas, puentes con partidos con los que es complicado -pero necesario- negociar en momentos de crisis. Recurrir a estas comisiones ha sido frecuente. Hace poco, Macron, en Francia, ante los problemas planteados por la plataforma de chalecos amarillos, confió en el desbloqueo que pudieran facilitar un grupo de expertos, entre los que cuidó que figurasen seis premios nobel. Por tanto, que, desde la Moncloa, se promoviera una comisión de este tipo hubiera despertado esperanzas, si acaso se hubieran respetado unas condiciones mínimas. Pero una vez más, el Gobierno ha recurrido a su habitual estilo: sacar un conejo de la chistera para distraer a la ciudadanía, gracias a ingeniosos efectos sorpresas. Es decir, fuegos artificiales para consumo parroquial, recogidos en un texto de más 676 páginas, redactadas por más de 110 expertos, de los cuales ni uno solo había mostrado nunca la más mínima disidencia con la política de la Moncloa. A los organizadores solo ha escapado, a su asfixiante control, un cómico duendecillo de imprenta que, irónico y provocador, ha fijado como horizonte de la planificación España en 2050. Ha debido ser un bromista infiltrado. No han sido, por tanto, maneras ni formas para atraer, a los partidos constitucionalistas, a unas conversaciones tan necesarias en estos momentos: la única finalidad que hubiera justificado una empresa tan grandilocuente. Con todo, no es eso lo peor. Lo más triste es la imagen que, cada día, el Gobierno de la nación transmite de querer solo tapar agujeros sin tiento y con precipitación. Tal como si la captación del sentido de la realidad empezara en la Moncloa seriamente a resquebrajarse. Por eso, la idea de un libro blanco, como punto de partida, para unas indispensables conversaciones, debería mantenerse. Pero desde luego, preparado por una sociedad civil -que hay que revitalizar- que proponga a los expertos adecuados .

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