
Tribuna económica
Fernando Faces
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Tribuna Económica
NO sé si es peor saber que no ha sido un ciberataque o que pasadas 48 horas del apagón todavía no se tenga seguridad de las causas que lo provocaron. La hipótesis del ataque informático, si se hubiese confirmado, sería escalofriante, pero tendría un toque de humanidad asociado a la existencia de una mente que, por muy perversa que sea, puede ser identificada como responsable y, por tanto, susceptible de sanción o represalia. En la hipótesis de la desconexión automática de generación por razones de seguridad existe un inquietante trasfondo de vulnerabilidad frente a la decisión autónoma de las “máquinas”, si se me permite la expresión, de apagarse para protegerse.
Nos guste o no, el progreso descansa en la confianza en el fruto de la ciencia y la tecnología. Es tan ilusionante como inquietante, como señalaba Goethe al reconocer que “el dominio de las máquinas me atormenta y me angustia”. Sus efectos son previsibles y persistentes, aunque a veces solo se adquiera conciencia de ellos cuando, debido al tiempo transcurrido, se hacen irreversibles. La amnesia digital es un caso típico. De repente descubrimos que el único número de teléfono que recordamos es el nuestro, cuando hace años todos teníamos en la memoria una amplia lista de los de familiares y amigos cercanos.
El pensamiento exige gestionar información que antes se retenía en la memoria, pero que la tecnología permite ahora archivar en dispositivos digitales de gran capacidad y fácilmente accesibles. La consecuencia inmediata es la liberación de espacio en nuestro cerebro, que también permite que la capacidad que antes dedicábamos a almacenar información se pueda emplear en profundizar en el pensamiento y la reflexión. La tecnología permite almacenar más información que la memoria y libera un espacio que refuerza la capacidad de análisis y, por tanto, nuestra potencia intelectual y el progreso. Puesto que el proceso es tan prometedor y las máquinas aventajan tan ampliamente a las personas en estas capacidades, estas bien podrían plantearse delegar en aquellas el aprovechamiento de ese potencial y limitarse a recoger los frutos. El problema está en que también supondría ceder a las máquinas la posición de privilegio de los humanos en la cima de la escala del conocimiento.
Esta forma de razonar conduce al típico dilema sobre la dependencia excesiva de la tecnología, renovado a raíz del auge la inteligencia artificial. En el estadio actual, el peligro no está, según algunos expertos, en que los robots se vuelvan tan inteligentes que puedan entrar en competencia con los humanos y rebelarse contra ellos, sino en que se les asignen tareas equivocadas y terminen perjudicándonos por accidente.
A diferencia de la maldad implícita en la hipótesis del ciberataque como causante del apagón del lunes, en la de desconexión autónoma de las máquinas como medida de autoprotección solo cabe admitir responsabilidades técnicas o errores de previsión. Si las instrucciones son precisas sobre cómo actuar frente a incidencias concretas, cualquier consecuencia no prevista puede tener efectos desastrosos, lo que refuerza el sentido de confiar a los más competentes las funciones más críticas.
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