Memoria de un niño de la guerra
Nacido en Belgrado en 1938 y víctima de los totalitarismos del siglo XX, Charles Simic es un defensor de la libertad individual · En 'Una mosca en la sopa' relata su vida
Charles Simic conoció pronto el sabor del extravío. En las grises calles de un Belgrado en llamas, múltiplemente agredido, en el edificio bombardeado en el que jugaba a la guerra con otros niños entre la inocencia y la insolencia, en la anchura prematura de una memoria de cielo ennegrecido, cocina sin pan y padre ausente. En la experiencia temprana de la evasión y la cárcel. Hijo de una Europa mutilada, apresada entre dos fanatismos, entre dos infiernos, Simic forjó desde niño un espíritu de resistencia, una condición de superviviente y, secretamente, una vocación de poeta. Una actitud de moderado escepticismo, de descreencia en las grandes palabras, de rechazo a todo proyecto político basado en la palpitación nacionalista. Simic es un rastreador de fronteras en el que la luz balcánica se fusiona con los clamores algodonosos de París y la anarquía controlada del mejor jazz americano para conformar una visión de las cosas inevitablemente lúcida y desdramatizadora. Una mosca en la sopa, un libro de memorias publicado en España el pasado año por la editorial Vaso Roto, es el testimonio en prosa (trazado con tono sereno e irónico) de la vida de uno de los poetas más reconocidos de Occidente, participante en la octava edición de Cosmopoética.
Fue una infancia de ruido y humos, asedios y sirenas, refugios en forma de radio y amigos, abuelos extraños, incomprensiones, hurtos, sopa imposible y compleja felicidad. Fue una niñez de aprendizajes forzosos, de iniciación al exilio y de poeta en ciernes. Y luego llegó París con sus perfumes y sus longitudes, los Campos Elíseos en su dimensión de lujo, Pigalle y sus perversiones, el contacto con otra lengua, otra cultura y otro continente que era el mismo, el doble hallazgo perturbador del cine y la mujer en las escalas de misterio y belleza de un rostro que venía de la muerte para convocar las sombras del amor (Gene Tierney, Laura), París con sus escaparates y sus cafés, su muchedumbre de desplazados, volcán artístico de Europa. Allí estaba el joven Simic con su madre y su hermano, durmiendo en el suelo de una triste habitación de hotel, arropado en las tardes por las texturas en blanco y negro de las películas que venían de América, extraño en todas partes, descubriendo a los grandes poetas franceses y buscando en la radio el jazz reparador de remotas emisoras.
Y América. El doble desafío del padre redescubierto y el nuevo, inmenso, conflictivo país. En su padre halló a un cómplice imprevisto. En Nueva York, una educación sentimental. Porque allí la noche tenía otra temperatura, otra densidad, otras luces y otro sonido. Las avenidas como ríos, la crueldad vertical de una ciudad que era como en las películas, la creciente fascinación en las jurisdicciones del jazz y el cine, la emergencia de una nueva poesía, la efervescencia cultural del Village, la vida resumida en las contradicciones de una madrugada de música, alcohol y transgresión. Y el paréntesis de Chicago, reflejo de esa América en la que modernidad e indigencia convivían en una armonía impecable.
El regreso a Nueva York (con Ionesco en los teatros, Ginsberg en los bares de poetas y Sonny Rollins en cualquier pliegue de la noche) y su reclutamiento como policía militar con destino europeo (Francia de nuevo, con tareas varias, camaradería y mucho vino) ponen fin a estas memorias incompletas que aportan como epílogo una colección de pensamientos sobre la poesía, la comida, el lenguaje y el ser. "Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos", afirma el Pulitzer, que con una defensa del individualismo frente a los movimientos colectivizadores y de la filosofía que nunca abandona la duda y la incertidumbre pone de manifiesto en precisos párrafos un pensamiento que hunde su aguijón en "el sueño de los reformadores sociales: llegar a ser el cerebro de una penitenciaría ilustrada donde se reformen las almas". Y es que lo único que la historia del siglo XX ha enseñado a Simic es que "sólo las ideas estúpidas se reciclan".
De la infancia temblorosa en la guerra y la emigración a la madurez del poeta consagrado, queda en Una mosca en la sopa el testimonio de un hombre que aprendió pronto el valor supremo del pensamiento en libertad, ajeno a las modas y los sistemas, activado siempre en las ondas irrenunciables de la autonomía y la heterodoxia.
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