¿Quién me ha robado la memoria? La memoria como arte imperfecto
Humanidades en la Medicina
Si las estructuras cerebrales se dañan, puede ocurrir que los recuerdos nuevos simplemente no se formen y solo permanezcan los antiguos
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A todos nos ha pasado querer recordar algo y tenerlo en la punta de la lengua, pero nos vienen otros nombres y decimos, bromeando, que la culpa la tiene el “doctor alemán”. Estos olvidos ya los advirtió Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana.
La memoria ha llamado la atención desde múltiples disciplinas, incluso desde la literatura. Lo que antes parecía una caja negra de almacenamiento, ahora se equipara a un sistema complejo y dinámico. Puede convertirse en nuestro mejor aliado o en nuestro peor enemigo.
Debemos concebirla como un acto reconstructivo, más que como una mera reproducción. Cada experiencia nueva, cada emoción o dato pueden alterar lo que creíamos fijo. Así, la memoria se convierte en una especie de narrador interno que edita y reescribe continuamente los capítulos de nuestra historia personal.
Recordar no solo es despertar el pasado, sino que cada recuerdo es un fragmento que vamos incorporando al presente, con el que vamos forjando nuestra propia identidad, incluso a partir de aquellas reminiscencias modificadas u olvidadas. En este sentido, cuando olvidamos un nombre o una fecha, en vez de alarmarnos, podemos verlo como un aliado que nos permitirá sanar, liberarnos y seguir adelante; cumple una función adaptativa.
Desde la literatura, Miguel de Cervantes ilustra y acepta esta noción con su personaje Don Quijote. Alonso Quijano, su protagonista, transforma por completo su identidad influenciado por la literatura de caballerías. Sus recuerdos reales son reemplazados por una ficción que él mismo elige vivir y, aunque eso lo aleje de la realidad, también le permite reescribirse.
La memoria distorsionada del Quijote no es un error, sino un recurso adaptativo, algo que en los tiempos actuales incluso podríamos asociar con ciertos trastornos mentales, pero también con procesos legítimos de reinvención personal.
La neurobiología nos ofrece explicaciones fascinantes. Los recuerdos nuevos llegan al hipocampo, donde son filtrados, regulados y codificados. Este proceso se favorece de la interrelación con la amígdala. Esto influirá en el registro de las emociones, para posteriormente integrarlas en el neocórtex.
Esa canción que nos remonta a un verano o ese aroma que nos lleva a la cocina de la infancia no son coincidencias. Son sinapsis activadas por asociaciones emocionales profundamente arraigadas. Y todo esto es posible gracias a la plasticidad cerebral, esa capacidad del sistema nervioso para cambiar y adaptarse con el tiempo.
Ahora bien, esta flexibilidad, aunque nos permite adaptarnos, también implica que podemos equivocarnos. En el plano judicial, por ejemplo, los recuerdos deformados han tenido consecuencias graves. Para mitigar en lo posible errores en el ámbito de la judicatura, se creó en 1992 The Innocence Project, del que existen adheridas 71 organizaciones independientes a nivel mundial.
Su finalidad es exonerar a personas de errores judiciales por relatos equivocados de testigos. Esta visión demuestra cuán peligrosa puede ser una memoria imprecisa en un juicio. Para las personas condenadas injustamente por un testimonio tergiversado, la prueba de ADN ha ayudado a reparar y liberar a personas inocentes. Y, sin embargo, es esa misma imperfección la que hace a la memoria tan humana.
Huella digital y derecho al olvido
La tecnología actual, que todo lo archiva, empieza a enfrentarse con este dilema. En el mundo digital, la propuesta del "derecho al olvido", tan atractiva para los políticos y tan llena de contradicciones, intenta imitar esa facultad humana de soltar lo innecesario.
¿Qué pasaría si también nuestras huellas digitales pudieran desvanecerse con el tiempo, como lo hacen los recuerdos que el cerebro considera poco útiles? La memoria colectiva no puede ni debe olvidar ciertos hechos que afectarían a la historia y a la rendición de cuentas.
El libro Memory Lane: The Perfectly Imperfect Ways We Remember, de Ciara Greene y Gillian Murphy, reflexiona precisamente sobre esta naturaleza flexible y a la vez necesaria de la memoria. Lo que recordamos y cómo lo recordamos está condicionado por lo que vivimos y por lo que necesitamos creer para sobrevivir emocionalmente.
La memoria es, en cierto modo, un filtro afectivo. Desde la epigenética hasta otras disciplinas como la física, la ingeniería, la biología, la química, la inmunología y la psicología, encontramos que la memoria trasciende lo exclusivamente cerebral.
Su papel es crucial en procesos como la reparación celular y la organización corporal, pilar fundamental para la medicina restaurativa. Esa visión multifacética nos obliga a repensar nuestra relación con el pasado: ¿qué tanto de lo que recordamos es cierto? ¿Y cuánto es construcción? Probablemente, solo han prevalecido los recuerdos más útiles. El olvido, entonces, no es una debilidad, sino una forma de selección natural.
Si las estructuras cerebrales aludidas se dañan, como en ciertos casos clínicos, puede ocurrir que los recuerdos nuevos simplemente no se forman. Solo permanecen los antiguos, como una película sin final.
Concluyendo, la memoria es una narrativa continua con una adaptabilidad que realiza una reconstrucción selectiva, clave para entendernos a nosotros mismos y para construir una sociedad más justa, donde se valore tanto el recuerdo como el derecho a olvidar, siempre que esta omisión no infrinja el derecho y la justicia de los demás.
El derecho a la memoria colectiva se establece como una respuesta frente a la tergiversación de la historia, lo que constituiría una injusticia epistémica inducida sobre la memoria histórica.
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